Transcribo aquí el texto de la Exposición que tuve a mi cargo en el 3º Congreso Internacional de Arbitraje, organizado por la Pontificia Universidad Católica del Perú, el estudio Mario Castillo Freyre y la Embajada de la República de Francia en el Perú:
de la perfección absoluta en el
dominio social conduce, tarde o
temprano, al horror absoluto”
Mario Vargas Llosa
Pero este no es un enfoque pesimista. No. Justamente debe destacarse que el realismo y el pragmatismo son las mejores armas con que cuenta el arbitraje, medio de solución de controversias versátil y polifacético. Aquellos que estamos comprometidos con su desarrollo, debemos empezar por desinflar el mito del arbitraje como panacea y reconstruir sus posibilidades, sobre la base del reconocimiento de sus limitaciones y problemas. Digo que el arbitraje es versátil y polifacético, pues son las propias partes involucradas en el conflicto las que pueden diseñar el arbitraje como si de un traje a la medida se tratara; entonces, hay tantos arbitrajes como partes capaces de imaginarlo. Sin embargo, digo también que el arbitraje se caracteriza por su realismo y pragmatismo, pues existen una serie de disposiciones —la mayoría de carácter supletorio de la voluntad de las partes— que van a permitir que funcione, independientemente de si las partes agotaron o no todos los aspectos necesarios por regular.
Por otro lado, ya pasó el tiempo en el que se denostaba de lo “público” y se elogiaba ciegamente lo “privado”; hoy asistimos a un tiempo en el que ambos extremos —que nos mostraron, en tiempos y ámbitos distintos, sus más fieros rostros— se muestran insuficientes e, incluso, se reconocen como mutuamente complementarios. Me permito una breve digresión: este último domingo se hizo pública la última encuesta realizada por el Instituto de Opinión Pública de la Pontificia Universidad Católica del Perú, referida a la corrupción; en esta encuesta, ante la pregunta de entre quienes se dan con mayor frecuencia casos de corrupción, las respuestas establecen un virtual equilibrio entre los dos sectores más representativos de los sectores público y privado: “los burócratas” (18%) y los “grandes empresarios” peruanos y extranjeros (12%). Vemos, entonces, que los problemas que afectan a ambos sectores y los retos que tienen ambos son semejantes en más de un aspecto.
Ahora bien, resulta obvio que la incorporación del arbitraje en la vida social cotidiana constituye una de las medidas más importantes que se hayan tomado para profundizar la democracia, pues permite —esto al menos teóricamente— que los ciudadanos como auténticos protagonistas, en sus diferentes facetas, recurran a un mecanismo de solución de conflictos más adecuado a sus necesidades y más cercano a la eficiencia requerida; es más, esto implica una posibilidad de resocialización de la administración de justicia, es decir, una recuperación por la sociedad del control de la administración de justicia. Para ello, preciso que el arbitraje, para la Asociación Americana de Arbitraje, constituye parte fundamental del sistema de administración de justicia de una sociedad. Claro que esta reflexión no es correcta si omito referirme a un grave problema: los costos del arbitraje. Esto ha generado la imposibilidad en el acceso a la justicia —y por tanto de tutela efectiva— de ciertos sectores, por ejemplo, en el ámbito de contrataciones del Estado si consideramos, según las estadísticas del SEACE, que prácticamente el 80% de relaciones contractuales son las derivadas de menores cuantías. Esas controversias quedan irresueltas por el factor económico, razón por la cual es urgente y muy importante pensar en alternativas para afrontar este problema. Y como experiencias tenemos la denominada “actividad arbitral del Estado” en España para el caso de arbitrajes de consumo y entre nosotros el caso de los arbitrajes relacionados con el seguro complementario de trabajo de riesgo (SEPS).
Es, por tanto, necesario saludar la incorporación de la figura de arbitraje popular en la nueva LGA, que espero tenga una real atención por parte del Estado, pues ya se tuvo un primer intento en ese sentido —que murió como mero proyecto— cuando en la anterior normativa de contrataciones del Estado se reguló los denominados “Tribunales Arbitrales Especiales”, que atenderían las controversias más pequeñas que se suscitaran en la ejecución de las contrataciones públicas.
Volviendo al tema central de esta exposición, debo manifestar mi profunda convicción respecto a que el arbitraje no es una institución inmanente y, mucho menos aún, una institución monolítica, de una sola testa. El arbitraje, como todo medio de solución de controversias, está condicionado por las partes que son protagonistas de ese conflicto y por las condiciones del contexto en el que se desarrolla. Entonces, no puede señalarse que el arbitraje común (o privado) sea el único que existe, pues pueden destacarse también, por ejemplo, el arbitraje en temas de salud, el arbitraje en materia ambiental, el arbitraje en materia laboral, el arbitraje con el Estado, etc., arbitrajes todos estos que constituyen entes con una personalidad propia y que requieren de tratamientos diferenciados, desde una perspectiva jurídica, pero también económica.
Ahora bien, tenemos que el arbitraje en el que una de las partes es el Estado adquiere connotaciones peculiares y es lo que da lugar a la gran diferencia entre el “arbitraje privado” y lo que gruesamente podría llamarse “arbitraje público”. En este último podemos incluir, a nivel internacional, el arbitraje sobre inversiones extranjeras, y, a nivel nacional, el arbitraje en contrataciones del Estado. Así, puede traerse a colación el hecho de que, desde hace algunos años, se ha empezado a reconocer las importantes diferencias entre el arbitraje comercial internacional y el arbitraje sobre inversiones extranjeras, arbitraje este último que, en un principio, se asumió que constituía una simple variante del arbitraje comercial internacional, esto al abrigo de los dogmas de esa fe ya añeja; sin embargo, hoy en día, la naturaleza propia de este arbitraje ha tomado saludable distancia —sin perjuicio de que aun no la suficiente— con respecto al arbitraje comercial internacional (este estrictamente privado). Una crónica de esta evolución la encontramos en un artículo de Enrique Fernández Masiá titulado Primeras aplicaciones de las nuevas reglas de arbitraje del CIADI sobre transparencia y participación de terceros en el procedimiento arbitral, publicado el mes de marzo de 2009, en el cual hace el análisis de los primeros casos en que se aplican las nuevas reglas de arbitraje del CIADI y concluye que aunque “no cabe duda de que las modificaciones aportadas a las Reglas de Arbitraje del CIADI han supuesto un cambio a favor de una mayor transparencia y participación de los terceros en el procedimiento arbitral, la puesta en práctica de la mismas nos muestra que la ‘puerta’ del arbitraje no ha quedado abierta de par en par, sino que más bien permanece ‘entreabierta’”. El mensaje resulta clarísimo: hay larga trocha que abrir en medio de la espesura de esta enmarañada selva arbitral. Y eso, más que apenarnos, debe animarnos, pues hay mucho por hacer en este terreno.
En nuestro medio, el arbitraje en materia de contratación pública, en cuanto refiere al régimen de contrataciones del Estado regulado ahora por el Decreto Legislativo Nº 1017 y su Reglamento, supuso un quiebre importante en la historia del Derecho peruano. Debe recordarse que, con criterio vanguardista, se reguló, allá por el año 2002, como principios del denominado “arbitraje administrativo” los de publicidad y transparencia, por los que el desarrollo de este procedimiento podía, al menos en su manifestación final (el Laudo Arbitral), ser de acceso público. Esto hoy en día se ha consolidado y se tiene una importante cantidad de Laudos Arbitrales publicados en la página web del CONSUCODE (OSCE), aunque muy por debajo del número de arbitrajes que, en la práctica, se llevan a cabo. No obstante, no se han logrado todavía mayores avances en lo relacionado con la publicidad en el desarrollo propio del arbitraje o, por lo menos, en la aceptación de la intervención de terceros en el proceso, cuestiones que en determinados casos en este campo se muestran como indispensables para la idónea solución de una controversia.
Por tanto, es claro que falta un desarrollo más concienzudo del arbitraje en contrataciones del Estado, innovando las prácticas arbitrales comúnmente aceptadas y cuestionando aquellos lugares comunes instalados y que forman parte del statu quo imperante, muchas veces de manera mecánica e irreflexiva.
Así, por ejemplo, es importante que se reconozca, a nivel de los Tribunales Arbitrales, la relevancia y la conveniencia de que, en determinados casos, se incorpore a terceros no signatarios del Convenio Arbitral en el arbitraje. Esto cobra mucha importancia en el ámbito de la ejecución de obras públicas y las consultorías relacionadas con ellas. Así, a manera de una simple lluvia de ideas, puedo destacar algunos supuestos.
En primer lugar, sería importante en determinados casos contar con la participación de la Contraloría General de la República en los arbitrajes en los que, directa o indirectamente, se discutan temas en los que sus decisiones son esenciales (casos en los que se requiere su opinión previa, como por ejemplo, la aprobación de obras y presupuestos adicionales relacionados). Este planteamiento, además, encuentra sustento legal en lo establecido por el artículo 22-o de la Ley Nº 27785, Ley Orgánica del Sistema Nacional de Control y de la Contraloría General de la República, que prescribe como una de las atribuciones del organismo rector del sistema nacional de control, el “Participar directamente y/o en coordinación con las entidades en los procesos judiciales, administrativos, arbitrales u otros, para la adecuada defensa de los intereses del Estado, cuando tales procesos incidan sobre recursos y bienes de éste”. Se me cuestionará el hecho de que estas materias son, según la Ley, materia no arbitrable; ello es correcto, pero lo cierto es que la imaginación ha hecho posible que estos temas sean reclamados y hasta amparados, si no de manera directa, sí de manera indirecta, recurriendo a figuras jurídicas distintas sobre las que, es probable, el expositor que me sigue, se explayará.
En segundo lugar, tenemos que, en los casos en que se desarrolle un arbitraje respecto a controversias derivadas de un contrato de ejecución de obra pública, siempre que dichas controversias pudieran tener relación con las actividades del Proyectista (errores o problemas del Expediente Técnico) o del Supervisor (control de la ejecución de la obra y las responsabilidades derivadas de dicha función), los mismos podrían —o hasta debieran— ser incorporados en el arbitraje para una adecuada solución de los conflictos, lo que aportaría en celeridad en la solución definitiva del conflicto y evitaría la posible contradicción de decisiones arbitrales, lo que, a su vez, generaría un clima de mayor seguridad jurídica tanto para el sector privado como también para el sector público.
Otro tema a destacar, tratando de ajustarme al tiempo asignado, es el del tipo de arbitraje. La Ley General de Arbitraje, aprobada por D. Leg. Nº 1071 —y la propia LCE— han mantenido un criterio conservador en cuanto a los tipos de arbitraje, pues la norma general solamente admite la existencia de arbitrajes de derecho y de conciencia; no obstante, la doctrina especializada reconoce la posibilidad de un arbitraje fáctico o técnico, el cual versa en estricto respecto a controversias de contenido técnico, teniendo el Laudo Arbitral que se emita el valor reconocido por la normativa; es decir, valor de cosa juzgada y, por tanto, no siendo apelable, resultando más bien de cumplimiento obligatorio por las partes. Sería una modificación importante el asumir esta posibilidad para incentivar una idónea solución de controversias, por ejemplo, en los casos de contratos derivados de procesos por Subasta Inversa, en los que la controversia consistiera exclusivamente en determinar si el bien entregado cumple o no con las características requeridas a través de la Ficha Técnica correspondiente. Aquí los abogados debiéramos ceder espacio por el bien del desarrollo contractual y también arbitral a los técnicos, quienes podrían resolver rápidamente esas controversias. Por tanto, la LCE debiera, además del arbitraje de derecho, admitir la posibilidad de un arbitraje técnico (distinto al arbitraje de conciencia que es correcto que esté excluido de este ámbito normativo) y así tomarse nuevamente la vanguardia en este campo en el que la propia norma general se ha detenido y solamente ha incluido la regulación del denominado “procedimiento pericial”, que no alcanza el reconocimiento de arbitraje y que, en última instancia, requiere del reconocimiento de los árbitros.
Otro tema en que la normativa de contrataciones del Estado tomó la iniciativa es el de la conformación de los tribunales arbitrales. Recordemos que eran tiempos en que la antigua LGA establecía que el arbitraje de derecho tenía que ser conocido exclusivamente por abogados; es en ese contexto que la LCE original estableció, primero, que el arbitraje en ese ámbito sería de derecho en todos los casos, pero con la precisión de que en casos de Tribunales Arbitrales colegiados los árbitros miembros —no el Presidente— podrían ser expertos en otras materias y, por tanto, no se requería que fueran abogados. Esto cambió los paradigmas existentes. La nueva LGA ha recogido de alguna manera este tema, aunque dándole un tratamiento que, a mi parecer, resulta discriminatorio para con el arbitraje nacional, pues establece que en los arbitrajes internacionales de derecho no se requiere que los árbitros sean abogados, pero sí en los arbitrajes nacionales de derecho, salvo acuerdo en contrario de las partes (artículo 22). ¿Cuál es el sustento para esta diferenciación? No encuentro ninguno.
Por otro lado, un tema que queda como pendiente es el referido a las causales de anulación del Laudo Arbitral en materia de contratación pública que, en general, debieran coincidir con las causales establecidas en la LGA. Pero, sí debiera variarse el enfoque dado en la nueva LGA, que incluye una causal específica de anulación de Laudo para el caso en que “es contrario al orden público internacional, tratándose de un arbitraje internacional” (artículo 63-1-f). La pregunta que cae de madura es por qué no aplicar esa causal también en el caso de arbitrajes nacionales cuando lo que se vulnera es el orden público nacional. ¿Es que por alguna razón el legislador considera que el orden público nacional no requiere de una tutela como la que se otorga al orden público internacional?
Como puede apreciarse, hay en el campo general del arbitraje y, específicamente en el del arbitraje en contrataciones del Estado, mucho por hacer y queda mucho por decir, con la finalidad de fortalecer la concepción terrenal del arbitraje e impedir que el credo utópico de la perfección siga generando horrores que afectarán el quehacer arbitral como un boomerang.