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Intentando en el tiempo un obituario xauxa
Darío A. Núñez Sovero
De niño visitarlo, llevando unas sencillas flores recogidas del jardín de casa, era una experiencia relajante. Todavía no alcanzábamos a comprender la magnitud de sus recintos, menos el silencio que por todas partes lo envolvía. Sin embargo, ese aire de misterio siempre estaba de pie. Esa callada majestad que imponía nos sobrecogía al punto de adoptar una gravedad que nuestros parientes sabían dispensar y que, nosotros no compartíamos porque, para nuestra edad, era más importante jugar alrededor de la copiosa arboleda que era antesala de nuestro cementerio, ya uniendo nuestros brazos en torno de los corpóreos árboles o recogiendo “trompitos” de eucalipto que luego, traviesamente, lanzábamos con hondas de jebe que todo niño solía portar.
La solemnidad que nuestros mayores imprimían a cada una de sus visitas nos hacían presagiar que algo valioso reposaba allí, en cada uno de los nichos cubiertos por una loza de yeso con inscripciones que apenas alcanzábamos a leer pero que, intuiamos se trataban de parientes ya muertos. La precariedad de nuestros años nos presentaban muchas limitaciones que, sin embargo, no pudieron impedir que sientiéramos, con el tiempo, cierto afecto por esos lugares llenos de flores y árboles que, como centinelas, vigilaban la paz de nuestros muertos.
Placa recordatoria de la numerosa colonia japonesa extinta que descansa en nuestro cementerio
Si, hablo de nuestro cementerio. Ese lugar del que, todos, absolutamente todos, sabemos será el último refugio donde nuestra cansada humanidad descanse (en este momento viene a mi mente Chocano “Hace ya diez años/ que recorro el mundo/ he vivido poco/ me he cansado mucho…”). Aquel mismo lugar donde, finalmente, estaremos más cerca de los despojos de nuestros ancestros con los que crecimos y con quiénes nutrimos los momentos más hermosos de nuestras vidas y que, los estudiosos, llaman experiencia (esta vez visita mis recuerdos el gran César Abraham Vallejo “Me moriré en Paris con aguacero/ un dia del cual tengo el recuerdo/ me moriré en París y no me corro/ tal vez un jueves como hoy es de otoño…”).
Añejo pabellón Virgen de las Mercedes, en el que descansan restos de ciudadanos del siglo XIX
Con el tiempo, y cada vez que acompaño algún cortejo fúnebre, vuelvo a interesarme por él, por ese lugar de paredes grises y aceradas rejas. Así, es como he venido recogiendo interesantes noticias de nuestro cementerio. Por citar una: ignoraba que su diseño y construcción fue hecha por el mismo arquitecto que construyó el Hospital Arzobispo Loayza de Lima y que ambos tienen inspiración en la arquitectura europea de la época, lo que le imprime una belleza especial que, de por si, convoca reverencia y respeto cuando se le visita. Esta joya arquitectónica que ostenta Jauja se debe al arquitecto Rafael Marquina y Bueno (1884-1964) quién, al decir del historiador Alberto Tauro del Pino, fue el primer arquitecto peruano graduado en el extranjero y a cuyo retorno, en 1909, se encargó además de la construcción del Hotel Bolívar de Lima, el Puericultorio “Pérez Araníbar” y la remodelación del conjunto arquitectónico de la Plaza San Martin, todos al estilo neocolonial y considerados monumentos nacionales. Esta exquisitez del gusto refinado del arquitecto Marquina explica la belleza y armonía que tiene el diseño de nuestro cementerio jaujino y que, lastimosamente, no es valorado por los actuales responsables de su conducción al haber dispuesto, desordenadamente, la construcción de pabellones apiñados y sin criterio de distribución.
La familia Marquina, de procedencia trujillana, es de grata recordación en Jauja, pues no hace mucho, uno de sus descendientes, el Gral. Marquina de la Benemérita y fenecida Guardia Civil del Perú y a la vez jaujino de nacimiento, fue el que adaptó nuestro huayno “Jauja” a lo que es una marcha militar y que se escucha en muchos desfiles castrenses.
Histórico pabellón San Juan Bautista, donde se aprecian nombres de numerosos ciudadanos extranjeros, cuyos despojos descansan en Jauja. En la foto, se aprecia las lápidas contiguas de un francés (Paul Jean Baptiste Cotte, falleció el 14 de febrero de 1918), japonés (Manuel Hosoi, falleció el 19 de marzo de 1918) e italiano (Francisco Mungi Wissar, falleció el 30 de marzo de 1918, ancestro del basquetbolista jaujino Ricardo Duarte Mungi)
Volviendo a nuestro cementerio, aquel vértice final y vital del embudo de la vida, debo añadir que en mi existencia he visto muchas experiencias, algunas delirantes como aquella que se comentaba en pasillos josefinos de la década del 50 cuando se decía que el profesor de matemáticas “cocoroco” Ingaroca dormía sus excesos en algún nicho desocupado al no poder llegar a su casa en Huertas, o cuando en grupo de muchachones e inconformes con la muerte de Luis Ramírez Chamorro desafiábamos a medianoche la vigilancia para traspasar las rejas y “dialogar” con el amigo por tempranamente habernos desamparado. He visto peregrinajes diarios de caballeros y damas que, al caer la tarde y antes de que concluya el horario de atención, con un ramo de flores en las manos ir presurosos a visitar a sus difuntos. Es así que, entre otros, veia cómo una señorita de apellidos Ahumada Morales calladamente cumplía esta asidua visita. Ignoro si es que al pie de las tumbas o los nichos de sus muertos, a manera de confesión, murmuraban un monólogo que lo imagino ininteligible. He visto, asimismo, pruebas de amor inusuales: recuerdo de un amigo Aurelio Campos Valderrama, fallecido el año 1968, a quién el pueblo enterró con su valioso apoyo económico pues, la soledad en que vivía y la lejanía de su Chota natal impidieron la presencia de sus familiares, pero al que, curiosamente, jamás le faltó flores en su nicho ya con lápida. Dios y mi conciencia saben de la dama que, en soledad y silencioso homenaje al amado, cumple con este ritual del floreado recuerdo. También, he visto, en este modesto recuento, cómo combatidos amantes no hallaban mejor escenario de sus encuentros en los lugares más apartados de nuestro cementerio, lugar perfecto para justificar ausencias breves de la casa y no suscitar dudas en la familia. Hay, sin duda, miles de historias dormidas en nuestro cementerio. Cada nicho, no más, es una antología de ellas.
He visto y leído, además, muchas cosas bellas en nuestro camposanto. Epitafios de una originalidad asombrosa como el de los esposos Yamamoto-Horita, que en familiar lenguaje sus deudos han inscrito en su mausoleo la procedencia oriental y su viaje a la eternidad desde nuestra andina Jauja. Yo conocí a don José Yamamoto y a doña Isabel “mamichaco” Horita y puedo atestiguar del cariño y amor que ambos tenían por Jauja donde finalmente descansan en paz, después de haber venido desde la lejana Hiroshima.
Original epitafio en mausoleo del matrimonio japonés Yamamoto Horita que descansa en Jauja
Dentro de las muchas historias que guardan celosamente los muros y extramuros del cementerio jaujino, hay algunas de horror y crueldad mayúsculas, cómo cuando, al día siguiente de la llamada Batalla de Molinos, muy de noche, camiones se estacionaron en la puerta del cementerio de donde descendieron soldados y, callada y discretamente, condujeron entre seis o siete decenas de cadáveres para ser arrojados a la fosa común, al final de cuyo momento una máquina retroexcavadora cubrió con tierra los despojos y para nivelar el terreno y supuesta e ingenuamente no dejar huellas dio reiteradas vueltas sobre lo tapado, relato que recogí, entre tembloroso y atemorizado, del responsable del cementerio de entonces.
Consuelo Sovero Espinoza, matrona jaujina, despedida por sus hijos Raúl, Darío, Magdalena, Alejandro y Manuel en el Cementerio General de Jauja
Hay en este repaso de historias numerosas otras que callo. En este intento por recapitular nuestro obituario no puedo olvidar que tengo en mis recuerdos las de mi familia, de los abuelos paternos y maternos, la de mi madre y mis hijos; de mis amigos más queridos y parientes que en vida siempre acompañaron mis días. A ellos mi homenaje, silencioso y triste, y mi mensaje de que algún día, no sé si cercano o no, estaremos ampliando este recuento (en este mismo instante Javier Heraud lascera mis sienes “Yo/ no/ me/ rio/ de/ la/ muerte/ sucede/simplemente/ que/ no/ tengo/ miedo/ de/ morir/ entre/ pájaros/ y/ árboles.”).
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