El faro del abismo (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

La tormenta amainó un poco luego de unas horas, pero la embarcación ya estaba fuera de su curso original. Entonces, anselmo dirigió el navío hacia la cercana costa del noroeste. Arrivó a una zona boscosa y, apenas bajó, empezó a inspeccionar los daños. No parecía haber alguno de consideración, por lo que aprovechó para que la tripulación tomara un descanso.

Fue durante ese lapso que Zenón salió de su aposento. El viejo marino tenía una lamentable apariencia, con ojeras pronunciadas y una baraba abundante. sin embargo, o peor era ese olor pestilente que provenía de sus ropas, fruto solamente del descuido. Anselmo quedó impactado con tal aspecto, mas su preocupación se desvaneció al observarlo lavarse y rasurarse.

Una vez que terminó de asearse y vestirte con atuendos nuevos, el marino se le acercó: “Veo que ya está mejor”. “Gracias, mi viejo amigo”, le contestó Zenón con amabilidad, “de no ser por tu guía, habríamos sucumbido en esa tormenta. Ahora, tomo el mando”. Y dirigiéndose a los hombres rescostados sobre los árboles, les arengó: “Zarpamos a Endevia”…

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Entre Emi y Rodri: una chica llamada Giuli (capítulo tres)

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(viene del capítulo anterior)

Rodrigo no sabía qué hacer: si le decía a Giuli que se quedaba, probablemente ella estaría molesta por unos días; si le decía que no a Emilia, perdería la oportunidad de darle una buena explicación sobre su relación. “¿Rodri, estás ahí?”, habló Emilia por el celular. “Voy en un momento”, respondió él ante la sorpresa de su enamorada.

“Ven”, le dijo a Giuli tomando su mano, “necesito que veas a alguien”. Giuli pensó para sí que la reacción de su enamorado fue un poco brusca pero decidió confiar en su buen juicio. Luego de unos cinco minutos, llegaron al mismo salón de la otra vez y se acercaron hacia Emilia.

Ella veía hacia el cuaderno mientras trataba de entenderlo. Hizo una mueca de fastidio, haciendo visible que no logró su objetivo. De pronto, alzó la mirada y los vió a ambos caminando hacia donde estaba. “Hola Emi”, la saludó Rodrigo con tranquilidad, “te presento a Giuli, mi enamorada”. Dicho esto, él esperaba alguna reacción alborotada de su amiga.

Mas quedó gratamente soprendido: Emilia esbozó una sonrisa al saludar a Giuli y, al menos en apariencia, mostraron plena simpatía por la otra. “¿Te parece si estudiamos otro día?”, preguntó Rodrigo, como confirmando la buena onda. “Of course, Rodri”, dijo Emilia de lo más fresca, “ya me ayudas otro día”…

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Entrevista en la casa gris (capítulo ocho)

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(viene del capítulo anterior)

Pasaron algunos años más hasta que, cosa de un par de meses, en una ocasión me la quedé esperando pero no vino. Para suerte mía había guardado suficiente comida; sin embargo, me extrañó su no aparición y empecé a considerar una serie de posibilidades.

Ella llegó normal en la próxima ocasión, pero oscuros pensamientos deambulaban mi cabeza. Así que mientras ordenaba las cosas, le pregunté el por qué de su anterior ausencia. “Fui al médico”, me dijo con tono resignado y luego pronunció su confesión, “tengo una enfermedad incurable y no me queda mucho tiempo”.

Abracé entonces a Rosalía, que ya era una señora de poco más de cincuenta años, y lloramos juntos un largo rato. “Tranquila”, le consolé mientras acariciaba aquel cabello canoso, “no te preocupes que no estarás sola”.

– Esto significa que…
– Sí, abandonaré este lugar.
– ¡Y cómo quedará la casa?
– Buscaré un reemplazo -respondí con decisión-.

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Entrevista en la casa gris (capítulo siete)

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(viene del capítulo anterior)

La hice pasar y le pregunté cómo se llamaba. “Rosalía”, respondió ella mientras dejaba las bolsas en la cocina. La seguí con la mirada cuando colocaba los alimentos en la refrigeradora. “¿Sabes quien soy?”, la detuve antes que se fuera. “No señor”, dijo la muchacha confirmando el pacto de silencio queEudocio le enseñó.

Aquella vez que la vi, aunque breve, fue suficiente para sentir simpatía por ella, a pesar de ser yo mucho mayor. Así pasaron algunas semanas, en las que logré saber algo más de Rosalía: resulta que era la sobrina más joven y leal de Eudocio, y ella lo había cuidado en su vejez hasta una enfermedad empezó a menoscabar su salud.

En su agonía, él le hizo prometer que no revelaría el secreto de la casa. “Ni preguntara sobre la identidad de su ocupante”, comentó Rosalía en una de las cortas pláticas que tuvimos. Poco a poco, a medida que pasaron los años, estas eran más largas y amenas, una de las cuales, ocurrida como a los quince años de su primera visita, fue tan divertida como reveladora.

Después de una broma algo inocentona que terminó en sonoras risas de ambos, ella dijo “¡qué gracioso es usted, cómo me gustaría pasar más tiempo aquí!”. Algo avezado, le pregunté de la nada si quería pasar el resto de su vida conmigo. “Si tuviera unos años menos, sí”, respondió Rosalía con la coquetería de sus cuarenta…

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Entre Emi y Rodri: una chica llamada Giuli (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

Al día siguiente, Rodrigo llamó a Emilia pero sólo le respondía la casilla de voz. Pensando que entendería la noticia pero que necesitaba tiempo, él no intentó de nuevo. Al cabo de una semana, sin embargo, el hecho de no mandarle avisos lo tenía medio preocupado. Así que decidió escribirle a su correo electrónico: no obtuvo respuesta.

El asunto se ponía feo al ver que las clases a las que ambos asistían tenían una ausente notoria. Pasó otra semana más, y Rodrigo la llamó otra vez. Peor: sonaban dos timbradas y cortaban al otro lado. Finalmente, más tarde aquel mismo día, le envió un SMS. “Emy, sorry x no aberlo dixo ants, spero ke stes bien y t acuerds d studiar. Rodri”, redactó antes de teclear “send”.

Y al instante después, se estaba arrepintiendo. “¿Por qué lo escribí?”, se dijo contrariado, “si está de veras interesada en pasar las evaluaciones, pues Emi debería llamarme”. “Creo que eso es todo”, se resignó y empezó a caminar con rumbo a la salida. En pleno trayecto se encontró con su enamorada.

Ella lo besó efusivamente, pero era como si besara una pared. “Estás raro”, le comentó Giuli, “¿sucede algo?”. “No, qué va, todo bien”, intentó disimular Rodrigo su desgano, “vámonos”. Volvieron a caminar hacia la salida. Tras unos cuantos pasos, el aparato empezó a vibrar en su bolsillo. Rodrigo respondió. “¿Dónde estás, Rodri?”, era la voz desesperada de Emilia…

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Entrevista en la casa gris (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

“¿El amor?”, preguntó sorprendido el periodista. “Verás”, empezó a explicar Valera: El tiempo pasa de forma muy distinta aquí dentro. En promedio, un día aquí son tres días en el mundo normal. He pasado aquí treinta y cinco años pero, para todos los demás, son tres periodos de treinta y cinco años, es decir poco más de un siglo.

Y si bien esta casa provee comodidades para mi quehacer intelectual, mas no ocurre de la misma manera para mis necesidades de alimentación, información y otros. Pues bien, siempre tengo una persona de confianza que realiza esta labor de manutención, una especie de servidor que cuida el secreto de la casa como su vida misma.

Pero, como ellos envejecen más rápido que yo, me veo en la obligación de cambiar de servidor después de algunos años. Eudocio, una confiable persona y mejor amigo, estuvo haciendo esa labor hasta hace unos veinticinco años normales. Sin embargo, un día abrí la puerta y descubrí a una muchacha de tez trigueña que me miraba con aire de tristeza. “Eudocio falleció”, dijo ella con voz quejumbrosa, “soy su nueva servidora”…

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El faro del abismo (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

Al día siguiente, Anselmo se despertó temprano. Esperaba que el viejo marino, ya más calmado por el descanso de aquella noche, se animara a hablar sobre el oculto objeto. Sin embargo, caminado por la cubierta, notó a varios ayudantes y esclavos pero Zenón no hacía acto de presencia. “Qué raro”, pensó para sí, y se dirigió hacia el aposento del capitán.

Tocó a la puerta dos veces y no le contestaron. Pero insistió tanto con los golpes de nudillo a la tercera que el viejo marino se levantó de su letargo y se dispuso a abrir la puerta. Mas cambió rápidamente de decisión y se limitó a preguntar quién era. “Soy Anselmo”, respondió el otro, “pensé que estaría afuera”.

“No”, contestó con voz agria Zenón, “hoy estoy enfermo”. Y le pidió a su segundo que se encargara del rumbo. Entonces, Anselmo tomó el mando de la embarcación. A la hora del ocaso, él divisó la punta de una costa verdosa. “Endevia”, exclamó el marino, “al anochecer desembarcaré”. Su entusiasmo, por desgracia, se topó con una inesperada realidad.

Fuertes vientos empezaron a soplar de repente, y una lluvia infernal se desató a unas millas de llegar. Anselmo animó a la tripulación a mantener el rumbo; sin embargo, las olas se le opusieron con mayor resistencia, arrastrando el barco mar adentro. El marino caminó, no sin dificultad, hasta el aposento de Zenón. “Señor, la tormenta arrecia”, gritó desesperado tratando de obtener su ayuda…

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Entre Emi y Rodri: una chica llamada Giuli

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Emilia quedó medio atolondrada. “¿Ya tienes enamorada?”, preguntó con lentitud, aún sin poder creerlo. “Sí”, reconfirmó Rodrigo con absoluta tranquilidad. “¿Y cómo fue que…? Olvídalo”, se interrumpió de pronto la joven y comenzó a recoger sus cosas. “Pero ni siquiera hemos comenzado”, le avisó Rodrigo desde el fondo del salón, mientras ella salía presurosa cargando la mochila medio abierta.

“Idiota. Si sólo le hubiera contado desde el inicio”, él se reprochó amargamente. Sus manos cogieron sus cabellos con fuerza y, una vez que dejó de maltratarse, se recostó sobre el respaldar de la silla. Estuvo así un buen rato, hasta que el timbre de su celular lo devolvió a la realidad. “Sí… es que terminó más temprano de lo esperado, así que vente nomás… OK, te espero”, habló con la persona del otro lado de la línea.

Empezó a recoger los papeles de la mesa hasta que, minutos después, encontró uno que no tenía su letra. Era de Emi, y lo había dejado olvidado por la prisa. “Idiota, ¡mil veces idiota!”, se recriminó a sí mismo otra vez. “¿Quién es idiota?”, fue sorprendido por una voz que lo devolvió a la realidad. Rodrigo levantó la cara. Era Giuli, que lo miraba con una sonrisa encantadora…

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Entrevista en la casa gris (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

– En efecto, mi estimado amigo -señaló Valera- descubrirá que hay obituarios…
– Pero buscaron en los cementerios y no hallaron lápidas con esos nombres.
– Es verdad, y esa es la razón.
– Me habló de Juan de Palma, –cambió de tema el periodista- ¿es otro de sus seudónimos?
– No. Él fue mi antecesor.
– ¿Dónde está él?
– Falleció hace varios años –lo recordó con melancolía el escritor-, él me enseñó mucho para mi estilo de literatura.
– ¿También sobre el secreto de la casa?
– Claro. Este es un lugar creado para la imaginación y el sosiego, dado que el escritor precisa de no prestar atención a otros asuntos para concentrarse en sus manuscritos.
– ¿Acaso la magia del lugar no le permite escapar?
– Hay un periodo de prueba, en donde te está permitido entrar y salir, bajo juramento de silencio y la guía de tu mentor, pero…
– ¿Pero?
– Una vez que eres aceptado definitivamente, sólo puedes salir para morir.
– Es decir, -preguntó intrigado el periodista- ¿este retiro significa irse a morir?
– Exacto.
– ¿Qué cosa puede empujarlo a tomar esta dolorosa decisión?
– El amor.

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El hombre en la capucha (final de temporada)

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(viene del capítulo anterior)

Pero no todas: el encapuchado quiso levantarse pero descubrió con dolor que su pierna derecha había sido atravesada. Yancarlo se acercó confiado ante el caído y le apuntó directamente con su arma. “Adiós, hermanito”, dijo socarronamente y se dispuso a rematarlo, cuando un jarrón voló y le cayó sobre la cabeza. Era Mirella quien le había lanzado el objeto decorativo.

Esa intervención desesperada lo distrajo unos segundos a Yancarlo quien, luego de caer arrodillado, se repuso y se fijó en la chica. “Está bien, tú te vas primero”, amenazó el narco y levantó el revólver. Sonaron dos disparos. Yancarlo apoyó las rodillas y luego su torso se desplomó sobre el piso: el encapuchado aprovechó el momento y lo había herido mortalmente.

Ella corrió hacia Jano y lo abrazó con mucha aprensión. “Vámonos”, le pidió él mientras apoyaba su brazo sobre el cuello de Mirella. La joven preguntó si acaso no salvarían a Yancarlo. “Sea o no mi hermano, si continúa vivo, nos perseguirá”, se excusó el encapuchado. Ella lo ayudó a salir y, cuando llegaron a la entrada, Jano lanzó dos granadas hacia el interior de la casa.

La noche se iluminó con el fuego de la explosión, mientras los dos jóvenes caminaron hacia el parque cercano. Mirella apoyó a Jano contra el tronco de un árbol. El sangrado era profuso y él sentía cerrarse sus párpados. “Mirella”, dijo extenuado, “quiero que sepas…”, y el encapuchado, sin completar la frase, se inclinó inconsciente sobre la vegetación.
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