Entre Emi y Rodri: una chica llamada Giuli (capítulo ocho)

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(viene del capítulo anterior)

De primera impresión, Rodrigo no cogió el móvil. Sin embargo, la insistencia del timbrado le hizo contestar el celular: “Rodri, ¿dónde estás?”, escuchó del otro lado de la línea. No había dudas. Era Giuli quien, con tono preocupado, le preguntaba por su paradero. Él volvió súbitamente a la realidad y recordó la salida programada.

“Ok… no te preocupes, ya voy en camino”, dijo para tranquilizarla mientras se arreglaba el polo y se colocaba encima la casaca. “Espera”, le dijo Emilia, dispuesta a robarle otro beso. Inesperadamente, se topó con unos labios insensibles como madera. “Estudiamos otro día”, fue lo único que respondió enfáticamente al salir por la puerta.

Encontró otro taxi, subió y se quedó mirando hacia la nada por la ventana. “En qué estuve pensando”, se recriminó a sí mismo mientras pagaba con un billete el viaje hasta la casa de Giuli. De hecho, cuando llegó, ella ya lo esperaba en la entrada unos cinco minutos. Rodrigo trató de besarla con normalidad pero un leve temblor se convirtió en desconfianza: “Y bien, ¿de dónde vienes?”, se mostró inquisitiva su enamorada…

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El faro del abismo (capítulo siete)

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(viene del capítulo anterior)

Anselmo recordó, entonces, aquella vieja leyenda en la que los dioses crearon un faro bajo el cual las aguas del mar se separaban, poniendo al descubierto un abismo sin luz a donde caían los enemigos de siete reinos cercanos. Nersune era uno de ellos: Ireneo, su rey, recibió aquellos artefactos, los ojos de Endevia, para guiar a los condenados a su fatal destino.

“Mira a tu alrededor”, gritó otra vez Zenón, indicándole a su segundo la condición de los demás marinos: borrachos, mareados, apenas pudiendo sostenerse. “Ellos son mi tripulación y merecen ser castigados”, dijo el viejo marino con aire de tribulación, “pero, sin ellos, no quiero navegar más”.

Anselmo se sorprendió con estas palabras: Zenón está decidido a morir con ellos, aún cuando no hubiera cometido delito alguno en Nersune. “Entonces, yo también los acompañaré”, afirmó Anselmo resoluto.

– Sabes bien que no hiciste nada malo.
– Eres mi capitán: si no estás tú, tampoco quiero navegar.
– Bien. Ayúdame con esas sogas.

Anselmo fue a recoger las sogas que le indicó Zenón. El viejo marino aprovechó que él estaba desprevenido y le asestó con un mazo un fuerte golpe en la cabeza. Inconsciente, Anselmo fue colocado por Zenón en un bote de madera, el mismo que el viejo marino empujó en un último esfuerzo para alejarlo de la ruta del navío. “Adiós viejo amigo”, susurró Zenón mientras la embarcación se inclinaba sobre el abismo…

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Proyecciones macabras

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Ella ha gritado, ha corrido, se ha ocultado. No sabe de dónde ha venido su atacante. Sólo recuerda su angustiante respiración soplando cerca de su cara. Pensar que todo había comenzado con esa cara amable que conoció en el bar de la esquina. Unas miradas, unos gestos, transformados luego en una conversa tenue, en susurros, insinuante.

La promesa de un baile, unas copas y, quizá, algo más. Y ahora estaba huyendo escaleras abajo, perseguida por un sicópata al que no puede ver el rostro, rostro que siente su desesperación, su miedo. Alcanza la salida del callejón, divisa la calle principal y corre con mayor ímpetu, tratando de salvarse. Mas no, él ya llegó allí. La hace retroceder hacia el alambrado que separa el paso al otro lado.

Ella quiere abrir aquellas puertas pero el candado encadenado no se lo permite. Entonces, trepa sobre la estructura con esfuerzo, llega a la parte alta y se arroja, logrando cruzar al otro lado. Sin embargo, no cae bien: la rodilla golpeada le resiente el movimiento. Más todavía, una sombra creciente se aproxima a la víctima. Del piso ella se levanta pero es muy tarde: un único grito rompe, temporalmente, el reinante silencio de la noche…

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Entre Emi y Rodri: una chica llamada Giuli (capítulo siete)

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(viene del capítulo anterior)

“Ya llegamos”, le dijo Rodrigo al llegar a la esquina, “te voy a pedir un taxi”. Paró uno y aceptó llevarla. “Vente conmigo”, le rogó ella antes de subir. Él estuvo a punto de decir que no pero algo lo detuvo. “Quizá esta sea la oportunidad de descubrirlo todo”, pensó para sí mientras se acomodaba en el asiento.

Afuera la marcha del vehículo tenía una velocidad normal. Adentro, la sensación era la del tiempo detenido por una misteriosa fuerza, la misma que lo conminaba a Rodrigo a abrazar a Emilia y a consolarla tocando suavemente un pequeño mechón de su cabello. Era tanto su apego que no se dio cuenta cuando el taxista paró.

“Señor, señor”, le pasó la voz el taxista antes que Rodrigo se diera cuenta que estaban ante la casa de Emilia. Pagó y los dos bajaron del auto. Ella lo llevaba agarrado de su mano y, una vez que abrió la puerta, lo iba a hacer ingresar. Mas él se contuvo. Emilia sintió el tirón de la negativa en su brazo y volteó la mirada para ver qué sucedía.

“Creo que no es buena idea ingresar”, casi le susurró él, “nos estamos viendo otro día”. Entonces, escuchó la frase que delataba una cierta conexión: “¿y si acaso es esta la oportunidad que lo descubras todo?”. Eso fue suficiente argumento para él. Empezó a besar a Emilia, primero con nerviosismo, luego con mayor tranquilidad. Entonces, su celular empezó a sonar…

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Entrevista en la casa gris (capítulo final)

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(viene del capítulo anterior)

“Sí”, afirmé emocionado mientras estrechaba la mano del misterioso escritor, quien esbozó una profunda expresión de alivio. “Sólo queda algo por hacer”, dijo Valera y empezó a redactar unas cantas palabras en un viejo papel. Una vez que el lápiz cesó en su movimiento, él me pasó el papel y me pidió que lo leyera.

“Yo, Ernesto Segovia, relevo a Dante Valera como inquilino y protector de esta casa. Asumo los derechos de uso que me confiere este puesto, así como los deberes de amntener el secreto y escoger un servidor. Dante Valera, eres libre”, decía el papel y, al instante, el viejo escritor se sintió muy cansado.

Tuve que recostarlo en el sofá grande para que pudiera respirar con mayor comodidad. Unos minutos después, la puerta se abrió: era Rosalía, que traía unas bolsas. Al verlo en ese estado, las dejó caer sobre el piso y rauda se acercó hacia él, tomando su mano con preocupación.

“Está hecho”, le dijo Dante con dificultad. “Está bien. Ahora nos vamos”, le contestó ella y lo ayudamos a levantarse con algo de esfuerzo. Me pareció tan admirable y tan excelsa aquella simpatía entre estas dos personas que el corazón pareció derrumbar por un minuto mi deseo: “¿y qué haré si me enamoro?”, le pregunté al escritor que ya pisaba la salida junto a Rosalía.

Dante la miró, tratando de encontrar alguna respuesta salvadora, y luego volvió lentamente su cara hacia mí. “Tu contrato te deja comprometido con este lugar. Ya no puedo hacer nada más”, habló con resignación el viejo escritor. Avanzó unos pasos mientras Rosalía cerró la puerta detrás de ellos. Y hoy que escribo esta historia espero latente el amor que me desate, aunque mi vida termine, del solitario lazo que me ata a esta casa gris. Sigue leyendo

Entre Emi y Rodri: una chica llamada Giuli (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

Él no se percató rápidamente que el transporte pasaba por allí. Al voltear, quiso hacer un gesto con la mano para que parara pero no tuvo éxito. Desesperado y algo molesto, Rodrigo extendió el brazo para tomar un taxi. “A Venezuela cuadra doce”, fue lo único que dijo antes de que el coche partiera raudamente.

Llegado al sitio, él empezó a buscarla por tiendas, restaurantes y otros establecimientos. A uno y otro lado de la calle, veía a la gente llegar para hacer compras. Sin embargo, aquel rostro tan tierno parecía haberse esfumado como humo en el viento. Como no la encontrara en esa cuadra, cruzó la pista y se dirigió a la siguiente.

Fue así como, luego de subir unas cuantas cuadras, la encontró: sentada sobre el borde de la acera, allí esperaba Emilia, la cara llorosa, el cabello alborotado y las manos magulladas. “Emilia”, la llamó él con un tono suave. Ella lo escuchó y dirigió su mirada hacia donde él estaba. Entonces, se levantó y corrió a su encuentro.

Se quedaron así, juntos y abrazados, parados en medio de la calle, como si nada más importara, sólo el estar allí, ella desahogándose, él consolándola en silencio. “Yo quise defenderme, Rodri”, dijo Emilia con voz quebrada, “pero él era más fuerte que yo”. Rodrigo la dejó contar su relato mientras ambos andaban hacia el paradero…

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El faro del abismo (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

Aunque los demás, extasiados con la arenga, empezaron a ordenar la cubierta, Anselmo dudaba. Aquella tormenta que atacó traicionera la embarcación no podía ser un simple hecho de la naturaleza. Así que, una vez que estuvieron listos para zarpar, se dirigió donde Zenón y le expresó sus temores: “Los dioses no nos dejarán llegar a Endevia”.

“Tonterías”, le replicó el viejo marino, “mira”. Y le indicó el mar, tan sereno y calmo como una sábana tendida. Pero el temor de Anselmo no se desvaneció. Por el contrario, decidió recluirse en su camarote. Siguió pensando en aquel episodio, hasta que el tranquilo vaivén de las olas lo aturdió sobre el lecho.

Un sonoro remezón lo despertó bruscamente de su sueño. Subió a cubierta y descubrió que el cielo, antes tan celeste y tan plácido, habíase oscurecido y el viento empezaba a arreciar sobre el navío. Se acercaba hacia donde estaba Zenón cuando, apartándose algunas nubes, miró algo extraordinario: una luz algo débil que se posaba en la embarcación.

El viejo marino conducía hacia aquella luz, proveniente de una silueta oscura que apenas pudo divisar. “¡Un faro!”, exclamó Anselmo emocionado, “¡estamos salvados!”. “No. No lo estamos”, refutó Zenón a su segundo con voz enérgica. Fue entonces que le mostró la esfera que emana una roja luz. “Este es el ojo de Endevia”, gritó el marino con todas sus fuerzas y señalando a la columna dijo, “y ese… ¡ese es el faro del abismo!”…

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Entre Emi y Rodri: una chica llamada Giuli (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

Rodrigo avanzó hacia aula. Era el viernes de aquella última semana antes de los exámenes finales. Sin embargo, no estaba tranquilo: rara situación, porque de ahora en más sólo se dedicaría a estudiar por su cuenta. Era la conversación con Giuli la que lo tenía en ascuas. “¿Acaso fue un ultimátum?”, se preguntaba a menudo en voz baja.

Rodrigo entró. Como de costumbre, Emilia aún no había llegado y ya eran como las cinco y media; así que la llamó para ver por dónde se encontraba.

– Jelouu, Rodri.
– Hola, Emi. ¿Ya estás por llegar?
– Pues claro, chico. Aunque creo que este carro está dando muchas vueltas.
– ¿Ah? No lo creo. ¿Por dónde?
– No sé. Creo que dice Venezuela… Doce algo
– Vaya. Tons, te espero.
– Ok… Hey, ¿qué haces?
– Emi, ¿qué sucede?

“Emi, Emi”, repite Rodrigo sin entender aún lo que ha pasado. La llamada se corta. Intenta de nuevo pero el silencio es la única respuesta. “Le robaron el cel”, piensa un poco indignado y luego sus ojos se asombran: “esta loca no se va a quedar tranquila”. Sale raudo del aula con dirección al paradero, en el momento justo que va cruzando un ómnibus hacia aquella avenida…

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Entrevista en la casa gris (capítulo nueve)

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(viene del capítulo anterior)

Por lo que últimamente estuve más ocupado en pensar en Rosalía y buscar a un posible reemplazo que a escribir. Y fíjese, joven, que observé buenos prospectos: informes de verdaderos talentos con potencial de convertirse en ilustres luminarias leí sobre mi mesa pero, en el momento de la verdad, no supieron ser discretos. Y lo lamento mucho por ellos, porque pasarán por la historia sin que el mundo los recuerde.

– Un momento, -pareció extrañarse el periodista- ¿eso significa que yo…?
– Sí. Tú has sido el elegido.
– ¿Y qué le hace pensar que yo aceptaré?
– Porque te conozco. Eres dedicado y pulcro en tu trabajo, un idealista y muy sacrificado. Sé que renunciaste a mucho, incluso a un buen puesto corporativo y aceptar un modesto puesto en un periódico, sólo por desarrollar tu sueño: ser un gran escritor.

El periodista quedó mudo un par de minutos. Ciertamente, conocer a Valera era como tocar ese ansiado sueño. ¡Y escucharlo proponerle ser su sucesor es más de lo que podía pedir! Dejó su libreta y su lapicero a un costado sobre el sillón y se tomó la cara con las manos. Unos segundos después, su emoción se reflejó en un sollozo y las lágrimas que caían por sus mejillas.

– Y bien, -prosiguió el misterioso escritor- ¿aceptas?

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Entre Emi y Rodri: una chica llamada Giuli (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

Se pusieron de acuerdo y, tres días después, avanzaron con uno de los cursos. A partir de allí y durante los dos meses siguientes, las visitas de estudio se hicieron tan frecuentes como largas, quizá porque Rodrigo no se hacía entender muy bien, quizá porque Emilia hacía como que no le captaba del todo.

Sin embargo, este mismo tiempo que aprovechaba Emilia en tener a Rodrigo cerca, era el mismo que para Giuli significaba una incómoda ausencia. Un día que pararon a tomar café en una banca del centro comercial, ella decidió poner puntos sobre las íes. “¿No crees que estamos pasando menos tiempo juntos?”, le preguntó ciertamente fastidiada.

Rodrigo se quedó callado un momento. Había pensando que algún día su relación se iría al tacho, pero no estaba consciente de que ocurriría tan pronto. Como admitiendo lo sucedido y sintiéndose repentinamente muy cansado, levantó sus manos y ocultó su cara entre ellas. Luego, las pasó asiendo su cabello mientras inclinaba los codos sobre sus rodillas.

“No te preocupes”, habló él en tono conciliador, “mira que ya acaba el semestre y sólo pensaremos en los dos el verano que ya viene”. La expresión de Giuli cambió: su rostro pareció relajarse un poco, ceeró los ojos y exhaló un tenue suspiro. “¿Me lo prometes?”, preguntó ella un tanto más tranquila. “Sí”, respondió él, dándole a su enamorada un abrazo fuerte que contrastaba con su desconcertada cara…

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