Treinta días (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

“Amigo, amigo”, se repitió Alberto con insistencia. Su memoria dio varias vueltas a la palabra hasta que lo llevó al lugar que quería. Y sí recordó a un muchacho que había buscado a Marisela con cierta frecuencia.

No se lo cruzó con anterioridad, quizá porque se iba temprano, quizá porque sabía qué días no iba a buscarla. Sin importar cómo el otro lo hacía, Alberto decidió hacer una silenciosa ofensiva. Uno de esos días que no debía ir por ella, se quedó esperando cerca de la casa de Marisela.

Detrás de una pared, de rato en rato mira hacia la puerta de su enamorada. No sucede nada durante una hora y, casi a punto de rendirse, lo vio. El muchacho fue de frente hacia la casa con caminar pausado y tocó el timbre. Marisela le abrió la puerta y lo dejó entrar.

Detrás de esa pared, Alberto se tomó su tiempo: sabía que más temprano que tarde, ellos tendrían que salir.

(continúa)

 

Noche lúgubre (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

Carlos intenta tomar valor durante todo el día. Por lo general, le gusta de preparase el desayuno por la mañana y hacer las compras por la tarde antes que llegue la noche del sábado, ese bendito momento donde la razón cede su lugar al desenfreno del licor.

Pero no esta vez. Con el cofre en su cuarto, prefiere salir a comer fuera. El desayuno se lo tomó volando y, hasta la hora de almuerzo, se la pasó paseando por parques y avenidas, queriendo despejar su mente. Tras almorzar en un restaurante, se dirigió hacia su casa, caminando tan lento que tuviera todo el tiempo del mundo.

Y no era así. Llegó con el ocaso haciéndose presente. Se dio una ducha y se vistió listo para la noche. Estaba a punto de colocar la llave en la ranura de la puerta, cuando recordó que había olvidado lo más importante: el cofre. Volvió hasta su cama y lo abrió.

Miró con temor el puñal pero decidió tomarlo en sus manos. Lo pesó y sintió un terrible escalofrío, mas no lo soltó. “Acabemos con esto”, dijo Carlos colocando el puñal en su bolsillo y dirigiéndose a la salida.

(continuará)

Y otra vez (capítulo tres)

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(viene del capítulo anterior)

Gonzalo no tuvo ganas de hacer un escándalo y dio media vuelta para encontrarse con su compinches. “Pucha man, esto no lo vimos venir”, dijo uno de ellos lamentando su infortunio.

“Sí, mejor nos vamos por esta calle”, dijo el despechado. Sus amigos pensaron que irían por un atajo hasta otro paradero, pero se sorprendieron cuando lo vieron pararse ante una puerta. Ellos lo alcanzaron y se dieron cuenta que es la entrada de un bar.

Entraron todos juntos y Gonzalo pidió una ronda de cervezas para todos ellos. Uno de sus amigos le dijo que ya pasara la página, que eso lo ocurre a cualquiera. “Es que no lo entiendes, esta no es la primera vez”, respondió Gonzalo muy amargo ante el estupor de sus compañeros.

(continuará)

Treinta días (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

José entró en estado de estupor. Había sido oyente de primera mano de todo lo que Alberto le contó de sus encuentros con Marisela, así que no comprendía por qué el repentino cambio de actitud.

De hecho, luego de tremenda revelación, le preguntó si insistió en preguntarle las razones. “No hay razones: sólo un ‘espera treinta días’ y ya”, se expresó Alberto medio acongojado. Al verlo así, su amigo le dijo si, más allá de su actitud, había visto en ella signos que delaten otra cosa.

“Si hay otra cosa, no lo sé, nos hemos visto poco últimamente”, respondió Alberto de corazón y no con alguna razón. “Piénsalo un poco más, debe haber algo: alguna enfermedad, algún familiar, algún amigo…”, lanzó ideas al azar hasta que el rostro de Alberto se detuvo en esa palabra.

(continuará)

Noche lúgubre (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

Aún un tanto asustado por lo ocurrido, Carlos avistó un taxi cerca de allí y lo alcanzó. Para su suerte, está vacío y le pide al taxista que lo lleve a su casa. Una vez llegado a su hogar, se dirige directamente a su habitación. Hasta su cama, donde se echa con la ropa puesta.

Cualquiera diría que es hora de dormir, pero no puede. Siente tanto en su cerebro saber que tiene un puñal en sus manos, que es como si pesara más de lo creíble. “Esto no puede estar sucediendo”, se dice para sí intentando olvidar que esa caja está en sus manos, sin poder lograrlo.

Finalmente se duerme. El sol de la mañana de un tibio sábado se presenta como rayos por su ventana. Ha llegado el día en que tendrá que cumplir su destino. “Ojalá y la noche llegue rápido. Ojalá y esto termine pronto”, repite una y otra vez en su interior, resignado a lo que venga.

(continúa)

Y otra vez (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

“¿Ya se fue? Qué raro, pensé que saldría a la misma hora”, afirmó Gustavo desconcertado por lo sucedido. Uno de ellos lo animó: “Seguro aún está cerca, vamos a alcanzarla”. Motivado, aceleró el paso por la acera.

La respuesta de su compañero lo entusiasmó sobremanera y dio largos pasos en pos de estar cerca de ella. Caminó rápidamente por un par de minutos, hasta que estuvo a poco de llegar al paradero. De pronto sus pasos se detuvieron.

Sus compañeros lo alcanzaron y le preguntaron por qué no seguía. Él sólo la ve… que no está sola. Hay una persona acompañándola de una forma más que amistosa. “Es Sergio, el practicante que llegó hace dos meses”, señaló uno de ellos.

Fue en ese momento que Sergio abrazó a Sofía y la besó con muchas ganas. Para Gonzalo, lo peor de todo fue ver que ella le correspondía de la misma forma.

(continúa)

Estoy equivocado

[Visto: 319 veces]

Quizá y estoy equivocado,

quizá no entiendo

esas pocas respuestas

que de ti recibo.

Será que en vano trato

de procurar adaptar

tus simples contestaciones

a mi complejo pensamiento.

Esta lucha sorda

nos delata y nos cansa,

nos obliga a separarnos,

a mirar a otro lado.

Al final tú te vas,

yo te olvido,

sólo nos queda el silencio

persistente, oprimido.

Y otra vez

[Visto: 368 veces]

Gustavo miró y miró insistentemente al reloj de pared que está encima del estante de útiles. Lo miró a las cinco, a las seis, a las seis y media y cuando marcó un cuarto para las siete. Para cuando marcó las siete, ya se había lavado la cara y las manos en el baño.

La mochila, que había dejado dentro de su casillero todo el día, se encuentra detrás de su espalda y sólo espera que sus compañeros de trabajo bajen con él hasta la salida. O, para ser más exactos, a Sofía, la chica que lo tiene loco.

Aquella tarde, había aprovechado para enviarle un mensaje por su correo electrónico. Ella se quedó fría con su osadía pero, por el sonrojo en su cara y la reacción de su amiga al compartirle el envío, quedó claro que fue de su agrado.

Con esa confianza, Gustavo espero que llegaran uno a uno sus compañeros, pero ella no llegaba. “¿Y dónde está Sofía?”, preguntó él muy ansioso. Ninguno de sus amigos presentes supo darle razón. Hasta que llegó uno de los chicos nuevos. “Creo que esa chica se fue hace diez minutos”, dijo él con evidente desinterés.

(continuará)

Noche lúgubre (capítulo tres)

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(viene del capítulo anterior)

Carlos se quedó sorprendido por las palabras del desconocido. Le preguntó a qué se refería su frase. “Quiero que vuelvas mañana al bar y encuentres a esta chica”, contestó quien lo había auxiliado, entregándole una foto de la persona en cuestión.

Carlos empezó a mirar la imagen. Una sonrisa se dibujó en su rostro: es una chica linda aunque, por alguna razón, muestra un rostro triste. Luego, el hombre le entregó una cajita de madera en sus manos. Carlos creyó que sería un regalo para la joven.

Tembló un poco cuando se dio cuenta que adentro había un puñal. “Necesito que la mates por mí”, fue la escueta orden del desconocido. Carlos se negó e intentó alejarse, pero no pudo caminar muy lejos. Sintió su herida abrirse y sangrar otra vez.

Miró a su ocasional enfermero: un brillo morado apareció en sus ojos. “Si te niegas, tú pagarás con tu vida”, señaló el desconocido con tono intimidatorio. Al instante, se apagó ese brillo y Carlos notó cómo su herida dejó de sangrar.

(continuará)