Y otra vez

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Gustavo miró y miró insistentemente al reloj de pared que está encima del estante de útiles. Lo miró a las cinco, a las seis, a las seis y media y cuando marcó un cuarto para las siete. Para cuando marcó las siete, ya se había lavado la cara y las manos en el baño.

La mochila, que había dejado dentro de su casillero todo el día, se encuentra detrás de su espalda y sólo espera que sus compañeros de trabajo bajen con él hasta la salida. O, para ser más exactos, a Sofía, la chica que lo tiene loco.

Aquella tarde, había aprovechado para enviarle un mensaje por su correo electrónico. Ella se quedó fría con su osadía pero, por el sonrojo en su cara y la reacción de su amiga al compartirle el envío, quedó claro que fue de su agrado.

Con esa confianza, Gustavo espero que llegaran uno a uno sus compañeros, pero ella no llegaba. “¿Y dónde está Sofía?”, preguntó él muy ansioso. Ninguno de sus amigos presentes supo darle razón. Hasta que llegó uno de los chicos nuevos. “Creo que esa chica se fue hace diez minutos”, dijo él con evidente desinterés.

(continuará)

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