Archivo de la categoría: Fragmentos literarios

Breves creaciones literarias del autor

La nota en el puente (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

No podía entenderlo. Estaba sola en aquel lugar, ¡y sin embargo, Alberto le contestaba desde el más allá! “¿O es acaso una broma?”, dudó. Decidida a convencerse de una vez por todas que esto era real, lanzó una frase al viento: “dame una pista que me lleve a tu asesino”. A pesar de repetirla varias veces, no apareció otro papel.

Entristecida y desganada, Malena dejó el puente. No pensaba volver a pasar por allí pero súbitas circunstancias la obligaron a caminar por la zona la mañana siguiente. Había resuelto dejar que sus pasos la alejaran lo más rápido de aquella acera. Pero, cuando miró hacia la flor de ayer que comenzaba a marchitarse, la cogió con delicadeza.

Grande fue su sorpresa al descubrir un mensaje atado a su débil tallo. “Busca en mi departamento”, leyó el breve mensaje luego de desenrollarlo. Esa línea la perturbó: había decidido olvidar todo lo que estuviera relacionado con él. Empero, decida a encontrar la verdad, se dirigió hacia ese lugar de ingrata recordación.

Al llegar, se detuvo un momento. Empezó a llorar sobre la puerta unos segundos. Una vez que se sintió más calmada, sacó su llave y abrió la puerta. Se extrañó de ver cosas desordenadas sobre el cuarto. Caminó unos metros más y se encontró con un joven. La impresión fue tal que se desmayó inmediatamente. Después de unos minutos volvió en sí: ¡era la cara de Alberto! “Soy Gerardo, el hermano de Alberto”, le respondió…

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La nota en el puente

[Visto: 836 veces]

Callada, ida, destrozada. Así se siente Malena mirando hacia la pista que está debajo del puente. La noche anterior, al recibir esa ingrata llamada, perdió por un momento el habla. Salió corriendo, tomó un taxi y llegó a aquel fatídico sitio. No le era posible entender que Alberto hubiera muerto.

Sobre el pavimento, observó el cuerpo tapado con una sábana gris. No hubo necesidad de descubrirlo: la cicatriz marcada por una quemadura en su brazo derecho fue la señal de su reconocimiento. Por fin, entonces, pudo llorar, un día, dos, una semana, dos. Un mes después, volvía al puente desde donde los policías dijeron que se lanzó.

No había testigos, ni señas de otro en la escena: simplemente pensaron que se había suicidado. Y Malena a considerar el hecho, aunque a veces lo resistiera. Dejó una rosa blanca recostada en el barandal del puente. Se alejaba sin mirar atrás, cuando un sonido la detuvo. Era como una rosa cayendo.

Volteó. En efecto, la rosa estaba en piso pero no había nadie alrededor, mas que ella. Se acercó a recogerla, y notó que un papel doblado se encontraba aprisionado debajo de los pétalos. Malena besó la rosa y la puso de nuevo en su lugar. Se alejaba ya cuando abrió el papel. Se detuvo y la nota dejó caer. “No me suicidé. Me asesinaron”, se leía en él…

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El faro del abismo (capítulo final)

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(viene del capítulo anterior)

Apenas terminó de oír su relato, Artemio miró extrañado a su padre. Anselmo le pidió que acercara su oreja a sus labios y le susurró una frase que el enfermero que lo atendía no pudo escuchar. “¿Estás seguro que eso quieres?”, le preguntó compungido. “Sí”, afirmó el viejo marino como si le costara pasar su aliento.

Artemio, entonces, levantó a su padre del lugar en que estaba recostado y, sosteniéndolo en sus brazos, lo sacó de la estancia. El encargado de la casa trató de detener al hijo del marino: “¿Se ha vuelto loco? ¡Es mejor que su padre descanse!”, exclamó tratando vanamente de convencerlo. “No puedo”, respondió lacónico el hijo, “él ya escogió su lugar de descanso”.

El encargado calló. Seguro porque comprendía bien el significado de aquellas palabras. Artemio llevó a su padre hasta la orilla desértica de aquel mar sinuoso, bajo la sombra pálida del faro del abismo. “Llegamos padre”, le indicó el joven. Otra vez, la luz del faro apuntó al mar, las aguas se separaron y dejaron al descubierto el infinito abismo.

Anselmo se incorporó y caminó mar adentro. A unos metros de la caída final, volteó hacia Artemio y lo miró por última vez. “Adiós, hijo mío”, se despidió el viejo marino. “Adiós, padre mío”, dijo Artemio, hincándose sobre la arena y derramando algunas lágrimas. Anselmo volvió hacia su ruta. “Volvemos a encontrarnos, mi señor”, fueron sus últimas palabras mientras desaparecía bajo el mar.
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El faro del abismo (capítulo ocho)

[Visto: 888 veces]

(viene del capítulo anterior)

Anselmo logró despertarse. Vio a la embarcación hundirse, con su tripulación de borrachos, aquellos condenados que gritaron con fuerza ante la fosa oscura que se los tragaba. También miró a Zenón, su capitán que, sereno y resignado, miraba hacia el abismo de su perdición. A diferencia de ellos, no clamó. Sólo cerró los ojos, como queriendo imaginar otra mar por navegar.

La tormenta amainó, y el sobreviviente remó todo lo que pudo hasta la orilla cercana. Una vez que alcanzó la playa, corrió hacia aquel faro, aquel malhadado edificio. Desfalleciente, llegó hasta él. Mientras la luz del faro se desvanecía, pudo observar el abismo esconderse bajos las enormes olas. Anselmo empezó a llorar. Unos minutos después, algo desquiciado, quiso lanzarse al mar.

No pudo. Unos hombres lo contuvieron y lo alejaron de la orilla. “¿Por qué? ¿Por qué?”, gritaba desaforado el marino, “Era mi deber morir también Zenón. ¿Por qué me salvaste? ¿Por qué?”. Los hombres pensaron que enloqueció de pronto y lo dejaron depositado en ese sanatorio…

– Hasta que llegaste tú, hijo mío –le dijo a Artemio-. Ahora podré cumplir mi destino.

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El faro del abismo (capítulo siete)

[Visto: 838 veces]

(viene del capítulo anterior)

Anselmo recordó, entonces, aquella vieja leyenda en la que los dioses crearon un faro bajo el cual las aguas del mar se separaban, poniendo al descubierto un abismo sin luz a donde caían los enemigos de siete reinos cercanos. Nersune era uno de ellos: Ireneo, su rey, recibió aquellos artefactos, los ojos de Endevia, para guiar a los condenados a su fatal destino.

“Mira a tu alrededor”, gritó otra vez Zenón, indicándole a su segundo la condición de los demás marinos: borrachos, mareados, apenas pudiendo sostenerse. “Ellos son mi tripulación y merecen ser castigados”, dijo el viejo marino con aire de tribulación, “pero, sin ellos, no quiero navegar más”.

Anselmo se sorprendió con estas palabras: Zenón está decidido a morir con ellos, aún cuando no hubiera cometido delito alguno en Nersune. “Entonces, yo también los acompañaré”, afirmó Anselmo resoluto.

– Sabes bien que no hiciste nada malo.
– Eres mi capitán: si no estás tú, tampoco quiero navegar.
– Bien. Ayúdame con esas sogas.

Anselmo fue a recoger las sogas que le indicó Zenón. El viejo marino aprovechó que él estaba desprevenido y le asestó con un mazo un fuerte golpe en la cabeza. Inconsciente, Anselmo fue colocado por Zenón en un bote de madera, el mismo que el viejo marino empujó en un último esfuerzo para alejarlo de la ruta del navío. “Adiós viejo amigo”, susurró Zenón mientras la embarcación se inclinaba sobre el abismo…

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El faro del abismo (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

Aunque los demás, extasiados con la arenga, empezaron a ordenar la cubierta, Anselmo dudaba. Aquella tormenta que atacó traicionera la embarcación no podía ser un simple hecho de la naturaleza. Así que, una vez que estuvieron listos para zarpar, se dirigió donde Zenón y le expresó sus temores: “Los dioses no nos dejarán llegar a Endevia”.

“Tonterías”, le replicó el viejo marino, “mira”. Y le indicó el mar, tan sereno y calmo como una sábana tendida. Pero el temor de Anselmo no se desvaneció. Por el contrario, decidió recluirse en su camarote. Siguió pensando en aquel episodio, hasta que el tranquilo vaivén de las olas lo aturdió sobre el lecho.

Un sonoro remezón lo despertó bruscamente de su sueño. Subió a cubierta y descubrió que el cielo, antes tan celeste y tan plácido, habíase oscurecido y el viento empezaba a arreciar sobre el navío. Se acercaba hacia donde estaba Zenón cuando, apartándose algunas nubes, miró algo extraordinario: una luz algo débil que se posaba en la embarcación.

El viejo marino conducía hacia aquella luz, proveniente de una silueta oscura que apenas pudo divisar. “¡Un faro!”, exclamó Anselmo emocionado, “¡estamos salvados!”. “No. No lo estamos”, refutó Zenón a su segundo con voz enérgica. Fue entonces que le mostró la esfera que emana una roja luz. “Este es el ojo de Endevia”, gritó el marino con todas sus fuerzas y señalando a la columna dijo, “y ese… ¡ese es el faro del abismo!”…

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El faro del abismo (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

La tormenta amainó un poco luego de unas horas, pero la embarcación ya estaba fuera de su curso original. Entonces, anselmo dirigió el navío hacia la cercana costa del noroeste. Arrivó a una zona boscosa y, apenas bajó, empezó a inspeccionar los daños. No parecía haber alguno de consideración, por lo que aprovechó para que la tripulación tomara un descanso.

Fue durante ese lapso que Zenón salió de su aposento. El viejo marino tenía una lamentable apariencia, con ojeras pronunciadas y una baraba abundante. sin embargo, o peor era ese olor pestilente que provenía de sus ropas, fruto solamente del descuido. Anselmo quedó impactado con tal aspecto, mas su preocupación se desvaneció al observarlo lavarse y rasurarse.

Una vez que terminó de asearse y vestirte con atuendos nuevos, el marino se le acercó: “Veo que ya está mejor”. “Gracias, mi viejo amigo”, le contestó Zenón con amabilidad, “de no ser por tu guía, habríamos sucumbido en esa tormenta. Ahora, tomo el mando”. Y dirigiéndose a los hombres rescostados sobre los árboles, les arengó: “Zarpamos a Endevia”…

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El faro del abismo (capítulo cuatro)

[Visto: 836 veces]

(viene del capítulo anterior)

Al día siguiente, Anselmo se despertó temprano. Esperaba que el viejo marino, ya más calmado por el descanso de aquella noche, se animara a hablar sobre el oculto objeto. Sin embargo, caminado por la cubierta, notó a varios ayudantes y esclavos pero Zenón no hacía acto de presencia. “Qué raro”, pensó para sí, y se dirigió hacia el aposento del capitán.

Tocó a la puerta dos veces y no le contestaron. Pero insistió tanto con los golpes de nudillo a la tercera que el viejo marino se levantó de su letargo y se dispuso a abrir la puerta. Mas cambió rápidamente de decisión y se limitó a preguntar quién era. “Soy Anselmo”, respondió el otro, “pensé que estaría afuera”.

“No”, contestó con voz agria Zenón, “hoy estoy enfermo”. Y le pidió a su segundo que se encargara del rumbo. Entonces, Anselmo tomó el mando de la embarcación. A la hora del ocaso, él divisó la punta de una costa verdosa. “Endevia”, exclamó el marino, “al anochecer desembarcaré”. Su entusiasmo, por desgracia, se topó con una inesperada realidad.

Fuertes vientos empezaron a soplar de repente, y una lluvia infernal se desató a unas millas de llegar. Anselmo animó a la tripulación a mantener el rumbo; sin embargo, las olas se le opusieron con mayor resistencia, arrastrando el barco mar adentro. El marino caminó, no sin dificultad, hasta el aposento de Zenón. “Señor, la tormenta arrecia”, gritó desesperado tratando de obtener su ayuda…

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El faro del abismo (capítulo tres)

[Visto: 869 veces]

(viene del capítulo anterior)

Cuando cayó la noche, Zenón caminó hacia un extremo de la embarcación. Miraba el cielo estrellado, como meditando con los ojos, mientras sostenía en sus manos el envoltorio. “Señor”, avisó Anselmo cuando lo vio por allí, “deje que yo me encargue de la nave y vaya a descansar”. “No puedo”, respondió el viejo marino sin siquiera mirarlo.

Anselmo vio el envoltorio. Comprendió entonces que el insomnio de Zenón lo causaba el extraño regalo que los enviaba en dirección a Endevia, un puerto de poca riqueza pero lleno de sabios y hechiceros. “¿Ya vio que está envuelto?”, preguntó una vez más Anselmo. “Nada que te interese”, respondió el viejo marino, calmado pero cortante.

Anselmo entendió la indirecta y se retiró hacia su habitación. Luego de unos minutos, Zenón se dirigió a su aposento. Se sentó sobre su cama y abrió el envoltorio. Una tenue luz rojiza del translúcido objeto esférico lo llenó de pavor, cayéndosele de las manos. Lo recogió y lo escondió de nuevo en el envoltorio mientras se decía a sí mismo: “Estamos perdidos”…

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El faro del abismo (capítulo dos)

[Visto: 863 veces]

(viene del capítulo anterior)

Habíamos llegado al puerto de Andura, capital del reino Nersune. El capitán del barco, Zenón, se encargó personalmente de llevar al palacio del rey el rico cargamento: oro, piedras preciosas y sacos de granos. Una pequeña parte del tesoro obtenido en su conquista al otro lado del mar.

Ireneo, el rey de esta tierra, recibió con los brazos abiertos a Zenón, y le dio libertad a los marinos a su mando para que bebieran y disfrutaran de la fiesta de bienvenida que había preparado. Como bien sabes, hijo, tu padre nunca fue un aficionado a las bebidas espirituosas.

De hecho, siempre huí de ellas. Así que rechacé cortésmente servirme el vino celebrante. Sin embargo, los otros marinos, ya borrachos, dieron rienda suelta a sus deshinibiciones, y parte de la ciudad terminó saqueada o quemada. De tales destrozos fue informado el rey, quien montó en cólera y decidió ordenar la muerte de los desorientados.

“Señor”, le habló entonces Zenón arrodillándose ante sus pies, “ten piedad de mis hombres, sin ellos no sé cómo navegar”. Ireneo, sorprendido por el gesto del capitán, le dio la espalda y le dijo: “Está bien, pero márchate antes que cambie de parecer”. “Lo que tú digas, señor”, le agradeció Zenón.

El capitán reprendió fuertemente con un látigo de cuero a cada uno de los hombres que participaron en los desmanes. Luego, les ordenó que subieran al barco. Fue entonces que Ireneo se apareció en la costa para despedirse de Zenón. “Antes que te vayas”, le dijo misterioso el rey, “quiero que lleves esta reliquia a Endevia”.

El rey le entregó al capitán un envoltorio y le pidió que lo abriera en secreto. Zenón confió en Ireneo y partió con rumbo al este, hacia Endevia. Mientras el navío se alejaba, el rey de Nesurne dibujó en su rostro una extraña sonrisa…

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