El faro del abismo (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

Habíamos llegado al puerto de Andura, capital del reino Nersune. El capitán del barco, Zenón, se encargó personalmente de llevar al palacio del rey el rico cargamento: oro, piedras preciosas y sacos de granos. Una pequeña parte del tesoro obtenido en su conquista al otro lado del mar.

Ireneo, el rey de esta tierra, recibió con los brazos abiertos a Zenón, y le dio libertad a los marinos a su mando para que bebieran y disfrutaran de la fiesta de bienvenida que había preparado. Como bien sabes, hijo, tu padre nunca fue un aficionado a las bebidas espirituosas.

De hecho, siempre huí de ellas. Así que rechacé cortésmente servirme el vino celebrante. Sin embargo, los otros marinos, ya borrachos, dieron rienda suelta a sus deshinibiciones, y parte de la ciudad terminó saqueada o quemada. De tales destrozos fue informado el rey, quien montó en cólera y decidió ordenar la muerte de los desorientados.

“Señor”, le habló entonces Zenón arrodillándose ante sus pies, “ten piedad de mis hombres, sin ellos no sé cómo navegar”. Ireneo, sorprendido por el gesto del capitán, le dio la espalda y le dijo: “Está bien, pero márchate antes que cambie de parecer”. “Lo que tú digas, señor”, le agradeció Zenón.

El capitán reprendió fuertemente con un látigo de cuero a cada uno de los hombres que participaron en los desmanes. Luego, les ordenó que subieran al barco. Fue entonces que Ireneo se apareció en la costa para despedirse de Zenón. “Antes que te vayas”, le dijo misterioso el rey, “quiero que lleves esta reliquia a Endevia”.

El rey le entregó al capitán un envoltorio y le pidió que lo abriera en secreto. Zenón confió en Ireneo y partió con rumbo al este, hacia Endevia. Mientras el navío se alejaba, el rey de Nesurne dibujó en su rostro una extraña sonrisa…

(continúa)

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