Cayó la noche en Huarumarca. La gente del pueblo, aunque remecida por el fatal desenlace, salió silenciosa de sus casas hasta el hogar de Higinio, donde velaba a Rodrigo. Siguiendo aquella rara costumbre de sus padres, Tomás se apareció por allí cerca de la medianoche.
Al entrar en la casa hecha de adobe, vio a los hombres sentados en silencio y las mujeres paradas rezando el rosario y otras letanías. Higinio no dejaba de consolar a su mujer, la que siguió llorando sobre el hombro de su esposo. Tomás avanzó hasta ambos y los abrazó con mucha sobriedad.
“Señora, compadre, les doy mi pésame”, dijo Tomás algo entrecortado. Higinio agradeció el gesto y lo acompañó hasta donde velaban al pequeño. El ataúd se veía iluminado por algunos cirios y velas prendidos. “Mañana es el entierro y sé que cuento contigo”, dijo resignado el padre.
Tomás asintió y le dio un apretón de manos. Se quedó unos minutos más observando a Rodrigo, mientras reflexionó en su mente si ese destino le hubiera pasado a uno de sus hijos. Se despidió de Tomás y su esposa y se dirigió a la salida. Uno de los recién llegados al velorio lo miró fijamente.
Al salir, este hombre lo siguió y lo agarró por el brazo. “¿Qué haces Alberto? ¿No que estás enfermo?”, le respondió Tomás algo molesto. “Lo sé, pero tenía que advertirle a Higinio: este no es un lobo común”, afirmó Alberto con un halo de misterio.