Archivo por meses: agosto 2012

Secretos de audio (capítulo final)

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(viene del capítulo anterior)

Manchego se rio un poco al verla entrar: “Vaya mi amor, no te había visto antes en ese traje”. “Ni yo te había visto tan cómodo en esa silla”, le devolvió la ironía la detective Sofía Valdés, quedándose parada a unos pasos del acusado.

Él quiso decirle algo a sus oídos y ella accedió inclinándose. “Haz que me liberen y no tendrás que vivir más con este trabajo”, le susurró con audacia. Sofía le respondió pegadito a su oreja: “Valió la pena cumplir mi trabajo en una noche tan buena”, y se alejó del acusado.

Salió de la sala de interrogatorio mirando por última vez a Manchego, quien había bajado los ojos sintiéndose totalmente derrotado. Sofía dejó atrás la comisaría y se dirigió al malecón cercano. Apoyó sus manos sobre la baranda y miró hacia el mar.

“Parece que se acabó”, comentó ella al hombre con gafas y gorra que está a su derecha. Al quitarse las gafas, Pepe se revela y le pregunta algo sorprendido: “¿Parece?”. Sofía le explicó que Manchego siempre encontraría algún abogado que manipularía al sistema.

“Es cierto, pero estos secretos de audio son hechos, hechos que no se pueden negar”, le dijo Pepe totalmente convencido. Sofía iba a decirle algo más pero él intuyó lo que diría. “No me des las gracias, yo te agradezco tu invalorable ayuda”, dijo el periodista, quien le regaló un beso en la mejilla y se alejó caminando por el malecón. Sigue leyendo

El monstruo de Huarumarca (capítulo siete)

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(viene del capítulo anterior)

Tomás corrió con todo su ímpetu hasta la casa de Alberto. Sin mediar palabra, derribó la puerta de una certera patada y apuntó con la escopeta hacia la cama, pero no había nadie en ella. Fue entonces que escuchó pasos detrás de él y giró rápidamente.

“Dios mío, ¡baje esa arma!”, gritó atemorizado el viejo Carlos con las manos alzadas. “¿Qué hace usted aquí?”, preguntó enfurecido el atribulado hombre. “Vine a evitar una tragedia: sé que él es el hombre lobo”, respondió el viejo y contuvo a Tomás al ver que quería salir al monte.

“No puede ir solo: hay que tenderle una trampa”, lo convenció el viejo Carlos. Una hora más tarde, Tomás, embadurnado con sangre en distintas partes de su cuerpo, camina con su escopeta por el monte: la luna clara lo ayuda a ver sin sobresaltos.

Entre los árboles, lo siguen de cerca los huarumarquinos esperando la aparición del monstruo. Luego de un rato, Tomás llega hasta una cueva. Se oye un gruñido: el lobo sale apresurado y salta sobre el hombre. Tomás se agacha y dispara su escopeta, logrando herirlo en una de sus patas.

Los demás hombres aparecen y amenazan con matar al animal. El hombre les pida que no lo maten, que sólo lo contengan. “Traigan una soga: nos lo llevamos al pueblo”, grita Tomás y salva al monstruo. El viejo Carlos le pasa una y Tomás lo anuda con mucha destreza.

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Secretos de audio (capítulo trece)

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(viene del capítulo anterior)

Manchego alardeó ante Sofía durante varios minutos, al contarle los pormenores del secuestro sufrido por Pepe. “Quedó tan asustado cuando lo dejaron en la playa, que al día siguiente zafó de su trabajó y salió del país”, dijo esbozando una sonrisa perversa.

“Ay Octavio, dejemos de hablar de cosas feas, ¿por qué no seguimos haciéndolo?”, preguntó ella mostrándose dispuesta, pero el rico empresario le respondió que no, que se sentía muy cansado. Ante su negativa, Sofía se vistió de nuevo, y se despidió con un beso.

Manchego volvió al presente: “¿Cómo pudo haber grabado todo aquello?”, se preguntó una y otra vez mientras daba vueltas a la mesa. Fue entonces que recordó que Sofía llevó consigo una pequeña cartera de mano, de la cual sacó el labial con el cual pintó sus labios para el último beso.

Se sentó en la silla y agachó la cabeza contra la mesa, al tiempo que la golpea con ambas manos. “Maldita sea… Debí haberlo sospechado”, se reprochó imaginando la grabadora que llevaba escondida. La puerta del cuarto de interrogatorio se abrió: Sofía se presentó ante él.

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El muchacho de la noche (capítulo ocho)

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(viene del capítulo anterior)

“Lo siento, lo siento mucho. Debo irme”, dijo José y sentó a Mica en un banco de cemento cercano. “Quédate por favor: dime qué pasa”, ella se volvió histérica y lo abrazó con fuerza para no dejarlo escapar.

Pero él era mucho más fuerte y logró zafarte. Repitió que debía irse de allí. Empezó a correr y no se dio cuenta que un auto venía a gran velocidad por la avenida. El conductor se sorprendió de ver a José justo en frente suyo y frenó inmediatamente.

Mica se asustó al escuchar el estruendoso chirrido de las llantas sobre el asfalto. Presurosa caminó hacia donde el auto se detuvo: el conductor estaba ileso aunque dormido, y una niebla negra se hallaba dispersa en el sitio. Dicha niebla comenzó a juntarse en un punto y tomó forma humana.

Mica quedó absorta al ver que era José quien aparecía así en medio de la noche. Llorando con sus ojos de ébano, el muchacho de la noche se disculpó con ella: “No quería que te enterarás así”, dijo afligido y se desvaneció al percatarse del primer rayo de sol de la mañana.

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El monstruo de Huarumarca (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

Pasaron así varios días aciagos en que el pueblo intentó recuperarse de la tragedia: a excepción de Higinio y su esposa, que guardaron su luto todo el día en su casa, la comunidad cumplió con el respetar el funeral durante dos días y luego volvieron a sus actividades.

Tomás, por su parte, cambió un tanto su rutina: regresó al monte a seguir cortando leña pero culminaba su faena más temprano. Y es que la enfermedad de Alberto, sumada a la suciedad de su casa, lo tenía bien preocupado.

Pasó por su casa varias veces a ver cómo seguía, pero Alberto le negó la entrada. Decía que ya venía Carlos a ayudarlo, y así era: como accionado por un resorte, el zapatero del pueblo aparecía por el sendero, lo saludaba con sequedad y entraba en auxilio del enfermo.

Un buen día se cansó del rechazo de Alberto y decidió trabajar hasta noche en su faena. Regresando por el camino de entrada, vio gente reunida en su casa. Empezó a correr desesperado y miró a los huarumarquinos: caras largas lo recibían.

Entró y abrazó a su esposa que llora desconsolada. “Entró por la ventana del cuarto… ¡se lo llevó!”, gritó horriblemente mientras Lila aparecía en escena. “¿Qué haces? ¿A dónde vas?”, dijo ella viendo que su esposo cogía la escopeta y salía enojado por la puerta.

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El muchacho de la noche (capítulo siete)

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(viene del capítulo anterior)

José notó esa mirada de desconcierto en Mica. “¿Pasa algo?”, le preguntó distendido. “No, nada”, dijo ella y comenzaron a caminar por las calles. Ella empezó a sentir frío y José se ofreció a prestarle el saco que lleva puesto.

Ella agradeció el gesto y se puso el saco: al instante un calor la arropó y la mantuvo cálida. Mica se asustó un tanto que el abrigo fuera tan efectivo. “Debe ser la tela”, le comentó José haciendo una sonrisa al percibir su inusitado asombro.

Mica sonrió también. Llegaron al paradero y pidieron un taxi para que los llevara al lugar donde se conocieron. Una vez que bajaron en el sitio, ella quiso llamar a Katy para que la acompañara, pero no contestó su celular.

“¡Qué raro! Nunca para dormida los sábados por la noche”, le comentó a José. “Ni modo, mejor para nosotros”, afirmó él con aplomo y entraron en la discoteca. Se sirvieron unos tragos y comenzaron a bailar frenéticos al ritmo de la música.

Mica se sintió muy alegre y emocionada: le pareció que como nunca había disfrutado una noche así. Al salir de la discoteca, sus pasos algo tambaleantes por el cansancio y el alcohol, abrazó por el cuello a José.

“Esta noche ha sido muy especial”, afirmó ella y lo besó apasionadamente. Al contacto con sus labios, un frío extremo la atravesó y tuvo que alejarse para recobrar el aliento. “¿Qué fue eso?”, le inquirió Mica recuperándose de su estado etílico.

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Secretos de audio (capítulo doce)

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(viene del capítulo anterior)

Alias Manchego siguió leyendo las transcripciones y su mente volvió a aquel día en el hotel: había comenzado la cena de gala en el gran comedor. Fiel a su costumbre, había ido solo a la recepción. En la mesa, sus amigos empresarios se vacilaban bebiendo copas de champagne y bailando con sus amigas de ocasión.

Hubo un momento casi de ensueño en que sus ojos se desviaron y su vista se fijó sobre una morena vestida en un traje de sobrio color blanco. “Mi querida Sofía, te presentó al señor Octavio Ávila”, fue la escueta pero calurosa presentación por parte de su amigo de la encantadora señorita.

Y sí que fue realmente encantadora porque, como hipnotizado, Ávila se dejó llevar por la morena en el baile y la conversa. Luego de dos horas de divertimento palaciego, él tomó la iniciativa y la llevó de su mano hacia la recepción del hotel. “¿A dónde me llevas?”, preguntó ella entre intrigada y sumisa mientras subían en el ascensor.

“A mi penthouse”, dijo el empresario al abrirse la puerta del ascensor y dar vista a una lujosa suite en el último piso del hotel. “Siéntete como en tu casa primor”, le dijo a su amiga ocasional, mientras él fue a la cocina a buscar un par de copas y la botella de champagne.

Volvió a la sala y sirvió el espumante en lo vasos, al tiempo que ella se quitaba sus tacones y se acostaba sobre el amplio sofá. Apenas si dijeron salud y bebieron un sorbo. “Dejemos el champagne para después”, dijo seductora la morena y se quitó el vestido.

Después de tener sexo repetidas veces, Ávila y Sofía cayeron rendidos sobre la cama de la suite, apenas tapados por la sábana oscura. “Vaya qué día… eliminé una molestia y conocí a una bella mujer”, se ufanó él mientras le sonreía.

“¿De qué molestia hablas?”, le preguntó ella toda ingenua. Y como tocado por un aura de suficiencia, alias Manchego le confesó que había mandado “muy, muy lejos” a un periodista inquisitivo que lo había estado fastidiando.

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El monstruo de Huarumarca (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

Tomás le preguntó a Alberto a qué se refería. “Es un hombre lobo, un hombre lobo acecha al pueblo en estas noches de luna llena”, dijo el convaleciente antes de sentirse cansado e hincar sus piernas sobre el fango que empezó a formarse.

Tomás lo sostuvo y se lo llevó sujetando hasta su casa. Abrió la puerta y se dirigió al cuarto, echándolo directamente en la cama. Recién entonces notó el fétido olor del ambiente, causado por la suciedad de varios días.

Dándose cuenta de la incomodidad de su amigo, Alberto se excusó: “Disculpa la falta de limpieza, mi enfermedad no me dio tiempo”. “No te preocupes”, lo comprendió su amigo, “mañana temprano te vengo a ayudar”.

“Te lo agradezco pero no”, se apresuró Alberto en negarse al apoyo. Él le comentó que el viejo Carlos lo ayudaría en eso. Tomás le reiteró su apoyo, pero no hubo cambio de decisión: Alberto se mantuvo en sus trece y le pidió que se fuera. “Ya es tarde, quiero descansar”, se disculpó mirándolo con desdén.

Tomás salió caminando despacio. Volteó, entristecido, a mirar a su amigo: tan cercanos en su juventud, ahora Alberto se había vuelto un hombre huraño. Y más aún le extrañó que mencionara al viejo Carlos, el zapatero del pueblo, de quien nunca había tenido buena opinión.

Precisamente al salir de la casa, se topó con él. “Buenas noches Tomás”, señaló el viejo. “No tienen nada de buenas”, afirmó Tomás en tono severo y mirándolo con desprecio. Carlos se molestó con el recibimiento y siguió su camino.

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Secretos de audio (capítulo once)

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(viene del capítulo anterior)

Sentado sobre la silla del cuarto de interrogatorio, alias Manchego no logra contener su impotencia. Saca un cigarrillo para sentirse mejor, pero el temblor en sus manos es elocuente: demora varios segundos en poder prenderlo con su encendedor.

Se quita los lentes y los deja sobre la mesa. Se levanta y camina pausado por el espacio reducido hasta que un policía abre la puerta para dejar entrar a un hombre flaco y con gesto adusto. “Siéntese por favor”, le dice el detective mientras coloca un folder color opaco sobre la mesa.

El detenido le hace caso pero extrañamente le hace una sonrisa sarcástica. “¿Qué es lo gracioso?”, dice el detective sin amilanarse. “Sabe bien que vendrá mi abogado y no podrá acusarme de nada”, aseveró Manchego dando paso a una sonora carcajada.

Pero el detective no se sorprendió para nada. Por el contrario, se empezó a reír con él. “¿Qué es lo gracioso?”, devolvió la pregunta un Manchego ya desconcertado. “Míralo tú mismo”, dijo el detective y le dejó el folder al alcance de sus manos.

Quedándose en silencio, Manchego abrió el folder y encontró una serie de papeles. Cada vez que leía uno de ellos su rostro se desencajaba más y más. “Gracias por tu colaboración. Son las transcripciones del audio que te incrimina”, afirmó el detective mientras se levanta de la silla para salir.

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El muchacho de la noche (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

Mica cumplió su promesa sin chistar y no dejaba de fantasear con los planes que le estaría preparando José. “Seguro y me lleva a un lugar muy lindo”, se decía si misma cada día al despertarse. Aquella noche de sábado en su cuarto, sintió un murmullo y se acercó a la ventana.

Era José, vestido al estilo casual, para indicarle que ya iba a entrar en la casa. José tocó el timbre y Mica empezó a alistarse. “¿Quién es?”, preguntó el padre de Mica en la puerta. José se identificó como amigo de su hija. Aunque al hombre le extrañó su facha, lo dejó pasar.

En ese instante, tanto el padre como la madre de Mica, que estaba entrando en la sala, sintieron un sopor sobre sus cabezas. Se sentaron en el gran sofá y José en una silla. Cuando bajó Mica, los tres mantenían una amena charla.

José se levantó para recibirla con un beso en la mejilla. “Justo le había pedido permiso a tus padres para salir”, dijo él con tono seguro. “Sí, ya cumpliste tu castigo, así que ve”, habló su padre muy lentamente. Mica lo miró a su papá y le pareció inusitado ver sus ojos medio cerrados, como hipnotizados.

Ella le preguntó si estaba bien. “Sí, todo bien, anda hijita, vuelve temprano”, le dijo su papá del mismo modo. Mica dejó de preocuparse y salió junto con José. Adentro, sus padres empezaron a roncar en medio de su sueño.

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