Archivo por meses: septiembre 2010

Entrevista en la casa gris (capítulo ocho)

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(viene del capítulo anterior)

Pasaron algunos años más hasta que, cosa de un par de meses, en una ocasión me la quedé esperando pero no vino. Para suerte mía había guardado suficiente comida; sin embargo, me extrañó su no aparición y empecé a considerar una serie de posibilidades.

Ella llegó normal en la próxima ocasión, pero oscuros pensamientos deambulaban mi cabeza. Así que mientras ordenaba las cosas, le pregunté el por qué de su anterior ausencia. “Fui al médico”, me dijo con tono resignado y luego pronunció su confesión, “tengo una enfermedad incurable y no me queda mucho tiempo”.

Abracé entonces a Rosalía, que ya era una señora de poco más de cincuenta años, y lloramos juntos un largo rato. “Tranquila”, le consolé mientras acariciaba aquel cabello canoso, “no te preocupes que no estarás sola”.

– Esto significa que…
– Sí, abandonaré este lugar.
– ¡Y cómo quedará la casa?
– Buscaré un reemplazo -respondí con decisión-.

(continúa)
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Entrevista en la casa gris (capítulo siete)

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(viene del capítulo anterior)

La hice pasar y le pregunté cómo se llamaba. “Rosalía”, respondió ella mientras dejaba las bolsas en la cocina. La seguí con la mirada cuando colocaba los alimentos en la refrigeradora. “¿Sabes quien soy?”, la detuve antes que se fuera. “No señor”, dijo la muchacha confirmando el pacto de silencio queEudocio le enseñó.

Aquella vez que la vi, aunque breve, fue suficiente para sentir simpatía por ella, a pesar de ser yo mucho mayor. Así pasaron algunas semanas, en las que logré saber algo más de Rosalía: resulta que era la sobrina más joven y leal de Eudocio, y ella lo había cuidado en su vejez hasta una enfermedad empezó a menoscabar su salud.

En su agonía, él le hizo prometer que no revelaría el secreto de la casa. “Ni preguntara sobre la identidad de su ocupante”, comentó Rosalía en una de las cortas pláticas que tuvimos. Poco a poco, a medida que pasaron los años, estas eran más largas y amenas, una de las cuales, ocurrida como a los quince años de su primera visita, fue tan divertida como reveladora.

Después de una broma algo inocentona que terminó en sonoras risas de ambos, ella dijo “¡qué gracioso es usted, cómo me gustaría pasar más tiempo aquí!”. Algo avezado, le pregunté de la nada si quería pasar el resto de su vida conmigo. “Si tuviera unos años menos, sí”, respondió Rosalía con la coquetería de sus cuarenta…

(continúa)

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Entre Emi y Rodri: una chica llamada Giuli (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

Al día siguiente, Rodrigo llamó a Emilia pero sólo le respondía la casilla de voz. Pensando que entendería la noticia pero que necesitaba tiempo, él no intentó de nuevo. Al cabo de una semana, sin embargo, el hecho de no mandarle avisos lo tenía medio preocupado. Así que decidió escribirle a su correo electrónico: no obtuvo respuesta.

El asunto se ponía feo al ver que las clases a las que ambos asistían tenían una ausente notoria. Pasó otra semana más, y Rodrigo la llamó otra vez. Peor: sonaban dos timbradas y cortaban al otro lado. Finalmente, más tarde aquel mismo día, le envió un SMS. “Emy, sorry x no aberlo dixo ants, spero ke stes bien y t acuerds d studiar. Rodri”, redactó antes de teclear “send”.

Y al instante después, se estaba arrepintiendo. “¿Por qué lo escribí?”, se dijo contrariado, “si está de veras interesada en pasar las evaluaciones, pues Emi debería llamarme”. “Creo que eso es todo”, se resignó y empezó a caminar con rumbo a la salida. En pleno trayecto se encontró con su enamorada.

Ella lo besó efusivamente, pero era como si besara una pared. “Estás raro”, le comentó Giuli, “¿sucede algo?”. “No, qué va, todo bien”, intentó disimular Rodrigo su desgano, “vámonos”. Volvieron a caminar hacia la salida. Tras unos cuantos pasos, el aparato empezó a vibrar en su bolsillo. Rodrigo respondió. “¿Dónde estás, Rodri?”, era la voz desesperada de Emilia…

(continúa)
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Entrevista en la casa gris (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

“¿El amor?”, preguntó sorprendido el periodista. “Verás”, empezó a explicar Valera: El tiempo pasa de forma muy distinta aquí dentro. En promedio, un día aquí son tres días en el mundo normal. He pasado aquí treinta y cinco años pero, para todos los demás, son tres periodos de treinta y cinco años, es decir poco más de un siglo.

Y si bien esta casa provee comodidades para mi quehacer intelectual, mas no ocurre de la misma manera para mis necesidades de alimentación, información y otros. Pues bien, siempre tengo una persona de confianza que realiza esta labor de manutención, una especie de servidor que cuida el secreto de la casa como su vida misma.

Pero, como ellos envejecen más rápido que yo, me veo en la obligación de cambiar de servidor después de algunos años. Eudocio, una confiable persona y mejor amigo, estuvo haciendo esa labor hasta hace unos veinticinco años normales. Sin embargo, un día abrí la puerta y descubrí a una muchacha de tez trigueña que me miraba con aire de tristeza. “Eudocio falleció”, dijo ella con voz quejumbrosa, “soy su nueva servidora”…

(continúa)
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El faro del abismo (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

Al día siguiente, Anselmo se despertó temprano. Esperaba que el viejo marino, ya más calmado por el descanso de aquella noche, se animara a hablar sobre el oculto objeto. Sin embargo, caminado por la cubierta, notó a varios ayudantes y esclavos pero Zenón no hacía acto de presencia. “Qué raro”, pensó para sí, y se dirigió hacia el aposento del capitán.

Tocó a la puerta dos veces y no le contestaron. Pero insistió tanto con los golpes de nudillo a la tercera que el viejo marino se levantó de su letargo y se dispuso a abrir la puerta. Mas cambió rápidamente de decisión y se limitó a preguntar quién era. “Soy Anselmo”, respondió el otro, “pensé que estaría afuera”.

“No”, contestó con voz agria Zenón, “hoy estoy enfermo”. Y le pidió a su segundo que se encargara del rumbo. Entonces, Anselmo tomó el mando de la embarcación. A la hora del ocaso, él divisó la punta de una costa verdosa. “Endevia”, exclamó el marino, “al anochecer desembarcaré”. Su entusiasmo, por desgracia, se topó con una inesperada realidad.

Fuertes vientos empezaron a soplar de repente, y una lluvia infernal se desató a unas millas de llegar. Anselmo animó a la tripulación a mantener el rumbo; sin embargo, las olas se le opusieron con mayor resistencia, arrastrando el barco mar adentro. El marino caminó, no sin dificultad, hasta el aposento de Zenón. “Señor, la tormenta arrecia”, gritó desesperado tratando de obtener su ayuda…

(continúa)
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