En enero de 2025 se ha publicado el libro “El régimen de Contrataciones del Estado. Una mirada hacia el futuro de su regulación”, en el que se compilan una serie de artículos de diversos expertos, bajo la coordinación de Juan Carlos Morón Urbina.
Uno de los artículos incluidos es el de Fernando Cantuarias y Nicolás Serván, titulado “Un paso adelante o un paso hacia atrás?: las reformas en el arbitraje de contratación pública en el Perú”. Dicho artículo aborda, entre otros, uno de los temas más problemáticos en el arbitraje en contratación pública en el Perú: la proliferación de instituciones arbitrales. Así, en opinión de los autores “la regulación de la ley de contrataciones, tanto la vigente como la recientemente promulgada, parte de un entendimiento errado de lo que es la libertad […] La libertad de la que se nutre el arbitraje —en todas las leyes de arbitraje del mundo y en nuestra propia Ley de Arbitraje— es aquella que reconoce en las dos partes la facultad de acordar resolver sus controversias ante una determinada institución. Se requiere pues, esencial y necesariamente, del acuerdo de las partes” (370). Esto se ha dejado de lado y se ha otorgado al demandante —usualmente, el Contratista— la facultad unilateral de decidir ante qué institución arbitral iniciar un arbitraje. Esto, obviamente, soslaya completamente la necesidad básica de un arbitraje: el acuerdo. Y justamente eso ha dado lugar a esa proliferación de instituciones arbitrales.
El Ministerio de Justicia y Derechos Humanos creó el denominado Registro Nacional de Árbitros y Centros de Arbitraje (RENACE), en el que, conforme a la información que puede extraerse de un Informe emitido hace poco tiempo (Espinoza Quiñones, Sandro y otros, 2024. Evaluación de los Centros Arbitrales en el Perú: Revisión Estadística del RENACE. Informe ARBANZA. Escuela de arbitraje. Lima, pp. 2-3, 8), al 9 de octubre de 2024 existían 275 centros de arbitraje registrados a nivel nacional (al 7 de marzo de 2025, ya eran 293; al 13 de marzo, 294). En dicho Informe se efectuó el análisis de 271 de esos centros, que dan cuenta del nivel de informalidad en su administración, con un porcentaje bajísimo de esas instituciones que cumplan con criterios mínimos de transparencia y publicidad, por ejemplo, de sus Reglamentos, de sus Cortes o Consejos de Arbitraje, de sus nóminas de árbitros.
Esto es posible por varios factores, empezando por la gran relevancia económica del arbitraje en contratación pública, a la facilidad de acceso a ese mercado para las instituciones arbitrales (una regulación hiper formalista, con abundancia de requisitos puramente administrativos y que no implican mayores obligaciones y menos aun responsabilidades)
De manera ciertamente parcializada, la orientación hacia el arbitraje institucional fue un concepto que se planteó sin mayores evidencias empíricas. Como indiqué en un post antiguo, “la problemática que se presenta en la práctica cotidiana y masiva del arbitraje en contrataciones del Estado transciende el tema de la modalidad del arbitraje [institucional o ad hoc] y se debe abordar de manera integral, estableciendo medidas para mejorar la gestión contractual de las Entidades Públicas, así como también mejorando la regulación del arbitraje para fortalecerlo y lograr mayores niveles de transparencia y previsibilidad, pero fundamentalmente combatiendo las prácticas corruptas que lo afectan”.
Cantuarias afirma que “La nueva Ley General de Contrataciones Públicas es aún más restrictiva, en la medida en que solo es posible que el arbitraje sea ad hoc cuando el monto en controversia no supere las 10 UIT, que son poco más de US$ 12,000.00″, precisando que el arbitraje ad hoc “en el Perú se ha convertido en una especie de monstruo de cien cabezas y el causante de muchos de los males en el arbitraje peruano”, aunque en su concepto “todos esos argumentos no se sostienen”, toda vez que las deficiencias del arbitraje ad doc “son en realidad un mito” (369).
Lo cierto es que el rol que la nueva Ley General de Contrataciones Públicas otorga a las instituciones arbitrales es de un protagonismo total y que podría generar supuestos de arbitrariedad. Lo primero es que contiene una regulación abundante y que, sobre la base de su formalismo, burocratiza el arbitraje y le resta las calidades sustanciales que se requieren.
Hoy quiero referirme a las nóminas de árbitros. El artículo 77.9 de la Ley General de Contrataciones Públicas establece que las instituciones arbitrales “remiten al OECE sus nóminas de árbitros […] que cumplen los requisitos establecidos en el reglamento”.
Por su parte, el Reglamento en su artículo 325.2. establece que cada institución arbitral “determina el procedimiento, selección y condiciones para inclusión en las nóminas de los árbitros […] que acreditan ante el OECE, haciéndose responsable de la verificación de lo señalado en los artículos 327, 328 y 329. La sola acreditación del cumplimiento de los requisitos mínimos ante una institución o centro no otorga derecho a los árbitros […] a ser incluidos en sus nóminas, reservándose éstas el derecho de acreditar únicamente a quienes hayan cumplido sus procedimientos internos”.
Ahora bien, al margen del poder que se otorga a estos cientos de instituciones arbitrales (la gran mayoría de ellas desconocidas y sin un respaldo de entidades académicas o de otra índole que gocen de solidez en un país como el nuestro caracterizado por la informalidad y la improvisación), resulta importante que la inclusión de cualquier profesional en determinada nomina de árbitros de determinada institución arbitral, implica, en primerísimo lugar, que el profesional respectivo haya solicitado su inclusión o, por lo menos, haya manifestado su voluntad de ser incorporado en esta. Esta premisa no debiera pasarse por alto, pues con la proliferación indiscriminada de instituciones arbitrales, no sería raro que se incorpore de manera automática a determinados profesionales, sin que estos hayan manifestado su voluntad de ser incluidos en sus nóminas, lo que constituiría una evidente y manifiesta violación de sus derechos fundamentales.
Por otro lado, cuando se aprecia los impedimentos regulados en el artículo 327 del Reglamento encontramos que, en el literal l) de ese artículo, se establece que están impedidos de ejercer como árbitros “Aquellos árbitros […] sancionados con suspensión o exclusión vigente por faltas al código de ética de cualquier Institución Arbitral […], en tanto dure dicha suspensión o exclusión”. La gravedad de estas medidas ha sido establecida con amplitud en esta norma.
Ahora bien, lo mínimo que debiera verificarse en cualquier institución arbitral que pretenda iniciar un procedimiento sancionador contra algún árbitro es que este haya solicitado formar parte de la nómina correspondiente o haya aceptado su incorporación a la misma o que haya aceptado participar como árbitro en algún arbitraje desarrollado ante la misma. Estas garantías mínimas debieran estar comprendidas en la profusa regulación actual, aunque, lamentablemente, constituyen un vacío que podría dar lugar a arbitrariedades.