El periodista Ricardo Uceda ha publicado en el Diario El Comercio un artículo cuyo título es “Por un puñado de soles” y que transcribo abajo. Si bien dicho título podría dar a entender cierta complacencia sobre las denominadas por él mismo como “infracciones de bagatela”, lo cierto es que nos enfrenta, desde la perspectiva del quehacer administrativo, con un problema común al Derecho en general y al Derecho Penal en particular, que es el trato desigual o arbitrariamente diferenciado de las conductas contrarias al ordenamiento jurídico, por el que cierto tipo de infractores gozan de la mayor impunidad.
En el ámbito administrativo, el sistema nacional de control ha priorizado la persecución de las infracciones formales más allá de su lesividad o incluso al margen del daño efectivo al patrimonio público. De esa manera, las responsabilidades administrativas, civiles y penales que se identifican por cuestiones menores —y hasta irrelevantes— son cuantitativamente mayores a las que se identifican por cuestiones realmente importantes. En ese sentido, cuando Uceda concluye su artículo afirmando que “Una línea de trabajo de la CGR podría ser la estimación del despilfarro que generan estos procesos aparatosos, en los que se denuncia a todos y por todo, con resultados deprimentes”, aborda un tema medular. Sin dudas, este desperdicio de recursos públicos constituye una de las mayores injusticias y atentados contra el interés público.
Por otro lado, desde la criminología crítica se ha construido el concepto de delito de “cuello blanco”, el mismo que puede definirse “como un delito cometido por una persona de respetabilidad y status social alto en el curso de su ocupación”, lo que no quita que el costo financiero de este tipo de delitos “es probablemente varias veces superior al costo financiero de todos los delitos que se acostumbra a considerar como el ‘problema delictivo’ […] Esta pérdida financiera del delito de ‘cuello blanco’, grande como es, es menos importante que el daño a las relaciones sociales. Los delitos de ‘cuello blanco’ violan la confianza y, por lo tanto, crean desconfianza; esto reduce la moral social y produce desorganización social. Muchos de los delitos de ‘cuello blanco’ atacan los principios fundamentales de las instituciones […] Los delitos comunes, por otra parte, producen poco efecto en las instituciones sociales o en la desorganización social” (Edwin Sutherland, El delito de cuello blanco, 1999).
¿Cómo se aprecian las manifestaciones administrativas que corresponderían a esos delitos de cuello blanco desde el sistema nacional de control?, ¿se han desarrollado investigaciones que hayan producido resultados esclarecedores suficientemente fundamentados para que se sancione a los funcionarios responsables de esos casos relevantes económicamente, pero también desde una mirada social?, ¿se ha investigado y sancionado a sus cómplices en el sector privado?
Lo planteado por Uceda nos presenta un tema de imprescindible actualidad para el debate público.
Por un puñado de soles
Ricardo Uceda.
“¿Se justifican los recursos empleados en una larga investigación, en auditores y jueces administrativos, para lograr el objetivo de velar por el buen uso del patrimonio estatal?”.
El economista Carlos Linares dimitió recientemente a la presidencia de Petro-Perú tras haber sido sancionado por una infracción que niega haber cometido. La renuncia era obligada, pues fue inhabilitado por un año para trabajar en el Estado. Según el Tribunal Superior de Responsabilidad Administrativa (TSRA), un organismo autónomo de la Contraloría General de la República (CGR), Linares usó indebidamente fondos de la caja chica cuando presidía Cofide (2019–2023). La noticia causó estupor. Tanto por la pequeñez de la suma objetada −S/933 en el lapso de tres meses− como por la severidad del castigo, que corresponde a una falta “muy grave” en los cánones de la CGR. Sorprendió también el impacto, o mejor dicho el perjuicio involuntario causado a Petro-Perú, una empresa al borde del abismo, que tuvo que prescindir de un valioso directivo.
El suceso promueve varias preguntas. ¿Compras impropias mediante una caja chica, que por definición emplea fondos exiguos, son falta gravísima? ¿El escarmiento corresponde a la dimensión del perjuicio al Estado? Estamos ante una infracción de bagatela, no un delito. Aceptando que fue cometida, lo que ha sido negado, no conllevó necesariamente deshonestidad. Pudo ser una negligencia. ¿Se justifican los recursos empleados en una larga investigación, en auditores y jueces administrativos, para lograr el objetivo de velar por el buen uso del patrimonio estatal? ¿No será que está habiendo un mal uso de ese patrimonio precisamente? Algunas críticas publicadas al respecto han ido más allá, señalando que la CGR, al obsesionarse por el cumplimiento de los manuales más que por los resultados de gestión, contribuye a ahuyentar del sector público a los buenos funcionarios, que están ante un campo minado de sanciones. Una crítica mayor sostiene que la CGR ha paralizado al Estado.
La discusión, pues, es más amplia, pero aquí nos concentraremos en las cajas chicas, cuyos fondos sirven para que el funcionamiento de una entidad no se vea obstaculizado por necesidades imprevistas. Una secretaria maneja la del máximo ejecutivo, quien usa otra partida para sus gastos de representación. Huelga decir que el empleo de estos recursos tiene un fin institucional. En las empresas privadas, el gasto en invitaciones suele estar asociado a la imagen de la compañía y a la preservación de clientes. Son una herramienta o una inversión. El director de un importante diario latinoamericano me contó que cuando estaba recién nombrado el gerente general le explicó que había una partida destinada a desembolsos indispensables para obtener una información importante.
−En el recibo escribe “Postres del director” y soltamos el dinero −le dijo−. No necesitamos saber más.
En el Estado hay más control y sanciones de los supuestos excesos. Debemos a la Unidad de Investigación de Latina el conocimiento de varios gastos llamativos de cajas chicas. En el 2020 reveló que la fiscalía investigaba al excontralor Edgar Alarcón por visar compras en supermercados que no corresponderían a gastos institucionales cuando era gerente central de operaciones de la CGR, entre el 2012 y el 2013. El monto comprometido era S/8.896. Figuraban verduras crudas, frutas, pastas dentales, toallitas para bebes, bebidas energizantes. Sin embargo, el Ministerio Público denunció constitucionalmente a Alarcón por otro tipo de gastos de caja chica, durante su período como contralor general. Dijo que había usado fondos de esa partida para contratar servicios ficticios. La acusación no obtuvo en el Congreso los votos necesarios para desaforarlo, aunque luego los parlamentarios sí aprobarían acusarlo por presunto enriquecimiento ilícito. Actualmente, la Corte Suprema juzga a Alarcón por este motivo. Mientras tanto, la causa por sus compras de cuando era gerente tiene un destino incierto en un juzgado provincial.
Otro caso: el de los almuerzos que la ministra de Vivienda, Construcción y Saneamiento, Hania Pérez de Cuéllar, invitó a su personal para reuniones de trabajo. Por 11 convites entre enero y junio se pagó S/2.531. Aparentemente comen rico, con platos provenientes de un chifa −uno de ellos denominado, provocativamente, “Banquete Mandarín”− y de un restaurante de platillos vernáculos. Pero no parecen infringir ninguna norma. Es razonable que un ministro pida servicio externo para comer con sus funcionarios o invitados durante reuniones de trabajo. Actividades de este tipo pueden tener múltiples beneficios institucionales. Claro que el ministerio les podría cobrar a sus funcionarios el costo de la jamancia. Lo hacía Jimmy Carter, según refiere Hedley Donovan, quien fuera editor de la revista “Time” y después asesor especial en la Casa Blanca. En su libro “Encuentros de un periodista con nueve presidentes”, dice que el equipo de política exterior se reunía a desayunar con Carter todos los viernes, y disfrutaban con apetito jugos, café, huevos revueltos, tocino y donas, mientras pasaban revista a las ocurrencias del mundo. Al salir, el despacho presidencial le cobraba US$2,55 a cada uno (eran dólares de 1979: ahora equivaldrían a US$12). Interesante, pero ¿le serviría el sistema a un ministro en el Perú? Probablemente no.
Un tercer ejemplo mostrado fue el del exministro de Defensa, José Luis Gavidia, por almuerzos y cenas pagados desde su caja chica. Para cada reunión declaraba haberse reunido con personajes militares. El reportaje objetó la verosimilitud de su versión, sugiriendo accesos de gula del ministro, quien, en efecto, se castigaba bien. Pero el problema planteado aquí no es que haya excesos y mentiras, sino la forma de enfrentarlos. ¿Es necesario que el máximo tribunal de la CGR examine este tipo de situaciones? Veamos el caso de Linares.
En el 2022, un informe de auditoría sostuvo que, por gastos indebidos de caja chica, asignación por atenciones oficiales, más supuesto uso improcedente de un vehículo, con chofer y gasolina, Linares causó un perjuicio de S/355.237 al Estado. Al año siguiente, el órgano sancionador bajó el menoscabo a S/25.000. En la última instancia, el TSRA, se le reprocharon solo S/933 gastados en la caja chica. Adquirió desayunos, almuerzos, víveres frescos, golosinas, lácteos y edulcorantes, entre otros. El TSRA no aceptó los argumentos de Linares de que eran gastos normales en Cofide desde antes de que asumiera la presidencia. El tribunal los consideró compras personales y, por lo tanto, violatorias de la política de la caja chica establecida por la institución.
La CGR se ha reservado para sí la sanción de las infracciones “muy graves”, lo que puede derivar en una valoración surrealista. El TSRA no aporta mucho si muestra productividad con fallos desproporcionados. Hay faltas que debe resolver el control institucional, sin llegar al TSRA (o solo excepcionalmente). Lo peor es cuando terminan en el Poder Judicial. Es el caso de Edgar Alarcón, quien, además del juicio por supuesto enriquecimiento ilícito −a todas luces pertinente−, afrontará otro inútil por compras menores de hace 12 años en la CGR. Un ejemplo extremo es el de Rosa María Pazos. Como funcionaria de la Defensoría del Pueblo compareció por peculado ante el Poder Judicial del Cusco por una presunta apropiación de viáticos recibidos para un viaje de trabajo. Fueron solo S/281. Estuvo coimputado uno de los fundadores de la institución, Silvio Campana, quien los autorizó.
Según una denuncia, Pazos no realizó el viaje de trabajo. Largamente investigaron el organismo de control de la defensoría, la Dinincri y dos instancias del Ministerio Público. Hallaron abrumadoras evidencias de que la acusación era falsa. En el 2020, ocho años después de los hechos, el juez Carlos Román dictó un archivo definitivo, oponiéndose a la Procuraduría Anticorrupción, que aún pretendía continuar. Una línea de trabajo de la CGR podría ser la estimación del despilfarro que generan estos procesos aparatosos, en los que se denuncia a todos y por todo, con resultados deprimentes.
Se necesita con urgencia efectuar una reingenieria, tanto en la Contraloría General de la República como en el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado. Caso contrario seguiremos con el despilfarro de los recursos publicos.
Gracias por leer el blog, ingeniero.