Los momentos que vivimos ahora como país son, de verdad, críticos, decisivos tal vez. Tiempos de una dialéctica entre dos sectores antagónicos que pugnan, uno, por instaurar los valores republicanos en nuestra sociedad; el otro, por mantener el statu quo. La mayor parte de la sociedad expectante, titubeante. Con esta suerte de “primavera de Praga” que vivimos por los aciertos y el valor de un puñado de fiscales y jueces decididos (verbigracia, la Fiscal Sánchez, el Fiscal Pérez y el Juez Concepción Carhuancho), que muestran que es posible avanzar, como no se ha visto antes, en investigaciones a poderosos personajes que disfrutan con cinismo de su impunidad, avizoro optimista que predominan socialmente los primeros.
Citando a Julio Cortázar, en su última entrevista, puedo decir que “creo que es la última oportunidad que tenemos, y que si la perdemos —dado el estado de quiebra tanto económica como ética en que ha caído el país— los resultados pueden ser catastróficos”. Sin embargo, ya no sé si existe un fondo en esta caída sempiterna del Perú; como dice Alfonso Quiroz “No ha habido ningún periodo o ciclo histórico de poca o baja corrupción: todos los ciclos examinados estuvieron caracterizados por indicadores de corrupción moderadamente altos y hasta muy altos” (Historia de la corrupción en el Perú, p. 532). Y claro, “Los intereses corruptos siguen cabildeando en pos de la impunidad y reformas cosméticas que puedan ocultar las ganancias ilegales de unos cuantos escogidos”. En ese sentido, el valor de las instituciones es fundamental y eso deberíamos tenerlo en claro como sociedad, pues la fragilidad institucional genera corrupción (Quiroz, Op. Cit., pp. 530, 531)
Un ámbito particularmente importante en un Estado de Derecho es el de la administración de justicia. La crisis institucional que afecta estructural y transversalmente a nuestro país tiene como una de las esferas más golpeadas precisamente la de la justicia; el Poder Judicial ha sido un centro privilegiado de corrupción y de informalidad e ineficiencia burocrático-estatal. Incluso, ha sido el espacio predilecto de los regímenes más turbios para implementar lo que hoy se conoce como “Lawfare”. El descrédito de este poder del Estado en el Perú ha sido y es total. Y la primavera que se vive hoy no cambia la situación clamorosa del sistema de justicia, permanentemente en crisis de legitimidad y penetrada por redes corruptas, sin dejar de mencionar la incompetencia profesional de muchos de sus funcionarios. Este fenómenos es antiguo.
La Constitución Política del Estado (desde 1979) considera, como parte del sistema de justicia, al arbitraje. Eso tiene gran relevancia para esta institución. Con el advenimiento del neoliberalismo como credo político y económico en el país de la autocracia de los noventa, que postuló la privatización de todas las esferas de la vida social, se planteó como solución para una “recta solución de controversias” el “privatizarla”, el volver a los “orígenes” en que todo era “privado”. Se fortaleció la idea del arbitraje y se presentó como una alternativa de solución cuasi divina e incluso aparecieron los sacerdotes de esta nueva religión que lo presentaban como la panacea para todos nuestros males, denostando, sobre la base de generalizaciones y una clara orientación política, todo el sistema judicial. Entonces, frente al Poder Judicial, la solución plena y absoluta era el arbitraje. Ese fue el dogma que nos presentaron y que muchos, con ingenuidad o con malicia, aceptaron con pasividad. Fueron pocos los iconoclastas o siquiera heterodoxos.
El escándalo de corrupción destapado con el caso Lava Jato mostró lo que, al menos en este blog, se planteó desde un inicio: la necesidad de establecer mecanismos de control para que el arbitraje no fuera tomado por ella. Parafraseando al viejo Cortázar, “siempre sospeché que el paraíso está lleno de defectos”. Los sacerdotes decían que no era necesario, que el mercado (otro tótem) se encargaría de todo. Desde 2016 estallaron los casos más sonados. Y recién empezó a mirarse esta realidad como un problema. Los sacerdotes se mostraron, entonces, como entusiastas promotores de reformas para lograr mayor transparencia. Sin lugar a dudas, el arbitraje es parte crucial del sistema de administración de justicia y resulta más idóneo en muchos aspectos que los engorrosos procesos judiciales para la resolución de controversias en el ámbito de la contratación pública, razón por la que no resulta responsable condenar a una institución que muestra muchas ventajas; de lo que se trata es de establecer los mecanismos de control razonables que se requieren, sin que esto signifique, tampoco, burocratizar esta institución y convertirla en un procedimiento administrativo plagado de formalidades superfluas.
Hoy el arbitraje está bajo la lupa de la lucha contra la corrupción. Y es bueno que sea así para focalizar los casos en los que se haya quebrado la Ley o se haya incurrido en prácticas corruptas. Pero en estos días hemos asistido a evidentes desaciertos o excesos en esa lucha y que podrían resultar contraproducentes, pues en gran medida la impunidad se fortalece cuando se persigue indiscriminadamente a todos los actores, sin distinguir los casos o las evidencias existentes; la impunidad gana cuando se asume que todos son culpables o, por lo menos, sospechosos. Como sociedad retrocedemos cuando el trabajo de investigación, en principio reservado, es expuesto a la luz pública por los medios de comunicación que no temen dañar reputaciones ni afectar el nombre o imagen de las personas, con el objetivo de una “transparencia” solo de espectáculo.
Creo que algo de eso se ha visto con la divulgación poco rigurosa de las investigaciones que se siguen a diversos profesionales que han participado de arbitrajes en los que una de las partes fue Odebrecht. Corresponde que se investigue, pero no es respetuoso de los derechos fundamentales de las personas divulgar informaciones proporcionadas por un colaborador eficaz que, probablemente, no han sido contrastadas plenamente. E incluso se ha llegado a desarrollar diligencias más invasivas en el caso de algunos de ellos, lo que extiende el daño hacia sus familias.
Si las autoridades han decidido investigarlos, deben hacerlo con prolijidad, conforme a los principios jurídicos y con la reserva necesaria. Esa es la garantía del debido proceso, un principio republicano y democrático esencial.
Si estos problemas o excesos los hemos apreciado ahora que entre los investigados hay algunos profesionales reconocidos, ¿podemos imaginar qué sucede en el caso de profesionales no tan visibles pero correctos y que se ven inmersos en alguna investigación?, ¿cuánta arbitrariedad se presentará en las investigaciones que se les siguen?, ¿cómo garantiza el sistema de justicia el derecho a un debido proceso (en la mayor amplitud del término) para todos los ciudadanos?, ¿la arbitrariedad será inversamente proporcional con el poder relativo que tenga el ciudadano investigado?, ¿cuántos abusos se han cometido en contra de personas anónimas y que efectuaban su trabajo de manera correcta en un entorno tan complejo como el de la Administración Pública, pero que no tienen las posibilidades de defenderse adecuadamente, sea por falta de recursos económicos o simplemente por falta de relaciones en medios de comunicación u otros espacios que les permitan una mejor defensa?
Al Estado corresponde garantizar que la administración de justicia sea “justa” con los ciudadanos, más allá de sus capacidades adquisitivas o las cuotas de poder que tengan, pues no debe permitirse que haya una justicia especial para ricos y poderosos y otra para los demás; ese es el interés público que subyace al concepto de justicia y que, hoy, debe tomarse en cuenta también en la lucha contra la corrupción.