Estos días he venido leyendo en diferentes espacios, férreas defensas del arbitraje hechas por colegas y amigos árbitros, profesores. Concuerdo con la necesidad de ello, aunque esto signifique que tenga que dejar de lado parcialmente una mirada que tuve sobre el particular. Se trata de la propuesta de incluir como tipo penal la figura del “prevaricato” arbitral. Esta figura que se aplica en el ámbito judicial y que se propone que se aplique también en el ámbito administrativo, resulta un planteamiento interesante, pero que puede estar sujeto a arbitrariedades. Ahora bien, en el caso del arbitraje, nos encontramos frente a una jurisdicción convencional que excluye la jurisdicción ordinaria para la resolución de ciertas controversias. En ese sentido, se trata de un ámbito que ha disputado radicalmente un espacio antes concebido como de “monopolio” estatal y lo ha hecho, mirado de manera general, de modo exitoso. Sujetar a los árbitros, por tanto, a la jurisdicción de aquellos que “perdieron” esa “disputa”, para que estos determinen si prevaricaron o no, resultaría ciertamente discutible.
Por ello, creo que debió haberse generado más bien un organismo similar al del Consejo Nacional de la Magistratura que tuviera a su cargo el conocer de infracciones cometidas por los árbitros y la imposición de las sanciones correspondientes. No obstante, esto no se contempló en la Ley de arbitraje, aprobada por Decreto Legislativo N° 1017, y tampoco en la normativa de contrataciones del Estado (que resulta ser el espacio en el que más se está arbitrando), sino que en esta última se ha abierto un Consejo de Ética cuya conformación no resulta funcional para cumplir con el mandato correspondiente y, por el contrario, queda en una situación de limbo jurídico.
Ricardo León Pastor en su post ¿Árbitros prevaricadores? plantea la interrogante que, pese a su simpleza, me parece la más interesante de las que he leído, y arriesga una respuesta igualmente interesante:
“¿Qué consecuencias traería la incorporación del árbitro como un prevaricador? Que las partes que quieran evitar el recurso de anulación, dado que no tienen causa justificativa para plantearlo, usen la vía penal para acusar, aunque sea sin razones, una defectuosa motivación y así paralizar la ejecución del laudo”.
Este es el riesgo que se abre realmente en un campo como el del arbitraje si se regulara esta figura penal para los árbitros.
Ahora, estas propuestas resultan ser también consecuencia del solipsismo con el que plantean los problemas que se generan en este espacio, los árbitros y los tomadores de decisiones respecto a la regulación del arbitraje. Plantear que el arbitraje es un medio de solución de controversias que muestra una mejor performance que la vía judicial, por criterios de especialidad, de celeridad y hasta por transparencia me parece correcto. Sin embargo, hablar del arbitraje como algo “maravilloso” y plantear que nuestra práctica arbitral es de las “mejores” en el mundo, proponiendo medidas de autoregulación, presentando al arbitraje como casi una panacea, es como mirarse el ombligo entre los árbitros, como vivir creyendo que la “realidad” que ellos imaginan es lo único aceptable.
La mirada solipsista del arbitraje insiste en que no es necesario introducir nuevas causales de anulación y menos otros medios de control. Por ejemplo, ¿por qué no introducir la causal de anulación del laudo cuando se vulnere normas de orden público nacional? En la Ley de contrataciones del Estado se ha establecido un orden de prelación en la aplicación de normas que tiene carácter de “orden público”. Sin embargo, no hay consecuencia alguna si esto se vulnerara. Se trata, entonces, de una norma que no resulta exigible de manera eficaz.
Recordemos que la Ley General de Arbitraje derogada, Ley N° 26572, establecía en su artículo 1-4 que no podían someterse a arbitraje las cuestiones que interesaran al orden público. Es decir, ese tipo de materias eran simplemente no arbitrables. Esto no ha sido regulado en la Ley de arbitraje vigente. ¿Son susceptibles de arbitraje situaciones que interesan al orden público?, ¿la nulidad de un contrato en el ámbito de la contratación estatal interesa al orden público? Si las respuestas a estas interrogantes son afirmativas, la siguiente interrogante que podría formularse es si no cae por su propio peso la necesidad de que un laudo arbitral no vulnere el orden público, no solo internacional (como plantea la Ley), sino también el nacional.
Si esto se hubiera regulado adecuadamente, sería mucho más contundente la respuesta de León, pues la norma de arbitraje daría más herramientas a las partes para hacer valer sus derechos y no restringiría esto. ¿Qué hacen hoy, en el ámbito de las contrataciones públicas, los funcionarios y servidores honestos, que se ven sorprendidos por un laudo que viola de manera flagrante el orden público nacional?, ¿qué hacen si se emitió un Laudo flagrantemente contrario a derecho? No pueden hacer nada, razón por la que una iniciativa como la del prevaricato arbitral se hace atractiva.
En esa línea, coincido también con Ricardo Gandolfo, que en su artículo publicado en Diario Gestión el día 26 de agosto de 2015, señala lo siguiente:
“Persiguiendo a los árbitros no se evita que se cometan nuevos delitos a través del arbitraje […] Lo único que se conseguirá así es alejar de esta actividad a los mejores profesionales que no quisieran encontrarse envueltos en estos escenarios […]”.
Creo, sin embargo, que más que la negativa a propuestas que van naciendo de este escenario en el que de manera indiscutible el arbitraje ha sido mal utilizado, habría que proponer de manera activa medidas que pongan al alcance de las partes del arbitraje herramientas adecuadas para defenderse en el caso de malos árbitros y malos arbitrajes. Y, frente a ese escenario, el solipsismo no es la solución.