El hombre en la capucha (capítulo once)

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(viene del capítulo anterior)

La luz de la mañana empezó a entrar por la ventana del dormitorio. Mirella se levantó y miró a su costado. Jano aún dormía apacible, casi se diría con una sonrisa en los labios. Ella se tapó con una sábana sobre el pecho y caminó hacia el baño. Vio en el espejo las marcas dejadas por los moretones pero, sobre todo, se fijó en sus ojos, aquellos ojos que, después de mucho tiempo, volvían a llorar de alegría.

Vinieron, entonces, a su memoria aquellos viejos tiempos donde todo era felicidad, en los paseos por el mall o el parque, las salidas al cine o a la disco, los besos, los abrazos, la primera vez… Y de pronto, también empezó a recordar las desapariciones súbitas, los cambios de ánimo y el inconsistente “te explicaré luego” que Jano con excusas siempre respondió.

“Pero ahora todo será distinto”, pensó para sí. El amanecer se había hecho ya presente, y Mirella consideró que era tiempo de despertar a su galán, llenarlo de besos y seguir en la ducha. Sin embargo, al entrar en el cuarto, notó que una sombra no había desaparecido aún. Parado frente a ella, con la capucha negra puesta, él la esperaba. “Tenemos que hablar”, dijo Jano dejando su cara al descubierto…

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Crimen en la calle Indiferencia (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

Jorge se levanta, aunque con no poca dificultad. Se sostiene del lavadero y mira hacia el espejo del baño. La cara está ensangrentada. Abre el caño y comienza a limpiarse a mancha roja que quedó. Luego se dirige hacia el sillón e intenta descansar un rato, pero el dolor era algo persistente. Incluso se transformó con la rabia que le producía preguntar por su esposa, buscarla y no encontrarla.

“¿Dónde se ha metido?”, gritó en la sala vacía, indignado de que ella lo haya dejado en ese estado. De pronto, se acuerda de su primo, coge su celular y lo llama. “Primo, necesito tu ayuda… ¿Nos vemos en la comisaría?”, habla rápidamente y se dirige hacia la calle. El dolor ha dejado de molestarlo, se coloca el casco y prende la moto.

“Capitán Rodríguez”, dice uno de los oficiales al comisario en la delegación, “lo espera un pariente suyo, dice ser su primo”. Rodríguez hace el ademán que lo haga pasar. De inmediato se percató de la herida de Jorge. “¿Qué sucedió primo?”, preguntó el capitán. “La maldita de mi mujer”, se ofuscó el violento, “me sorprendió y me golpeó en la nuca”.

“¡Qué te dije!”, lo recriminó Rodríguez, “esa mujer no vale la pena, pero tú ¡terco!”. “Sólo quiero encontrarla para hacerla pagar”, sentenció Jorge. “¿Sabes si se llevó su celular?”, le consultó su primo, a lo que el esposo contestó afirmativamente. “Entonces, eso será fácil”, indicó el capitán, cerrando la puerta de su oficina…

(continúa)
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El beso del mundial

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Minuto 117. Andrés acaba de convertir el gol tan esperado, el que vale el título del mundo… y simplemente no puedes contener las lágrimas. “Campeón del mundo”, piensas, Iker, para ti… no campeón de juveniles, ni siquiera de la Euro… éste tiene un sabor especial… “Campeón del mundo”…

Atrás del arco, Sara salta de la emoción. Recordar que después de aquel gol de los suizos, ella fue tu único soporte cuando todos los demás la culpaban de la ingrata derrota. “Ya está, no importa”, seguro te dijo aquella noche, “igual te voy a ver a la final”… y ese sentimiento te animó hasta ese once de julio…

Pitazo final y a celebrar con euforia… Cánticos, saludos, medalla y, sí, ahí en tus manos, la copa del Mundo… “Por fin”, exclamas para tus adentros mientras no puedes desatar la alegría contenida en ese grito de gloria… bajas y avanzas por el pasillo que, resignados ante su tercer intento fallado, los holandeses preparan…

Luego de un rato en el campo, te diriges hasta los vestuarios, la última charla grupal con Vicente… y ahora sí, hacia la sala de conferencias… Avanzas por el corredor sin darte cuenta, y Xavi y los demás se retiran apurados dando término a la nota que ahora continúa contigo… Y quien más que Sara para hacerla…

Te emocionas otra vez, y ella hace la primera pregunta… “Agradezco a la gente que me apoyado siempre… a mis padres, a mi hermano”, y te quiebras… “A ti, mi amor”, intentas decir, pero aún ella no está en su rol de novia, sino de reportera… y eso te incomoda… y desespera… “Si antes que jugador soy humano, ¿por qué no puedo compartir mi alegría con ella?”…

Sara trata de pasar a otro tema pero, ¡joder!, ya lo tienes decidido… “Gracias a ti”, susurraste mientras la estrechabas entre tus brazos… y otra vez volviste a tu rol de jugador del equipo… “Me voy”. Los presentes aplaudieron. Sara, con todo su profesionalismo, sólo atinó a decir ante la sorpresa: “Madre mía…”

[Fuente: El Comercio] Sigue leyendo

El sonido del cucharón contra la olla… (hasta siempre, primo Willy)

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Sí, ayer fue un día muy frío. Como aquel día que me abrigaba dentro de la cama tratando de imaginar un sueño que de pronto mi primo Willy interrumpió. Eran las seis de la mañana, y un sonoro golpear del cucharón de madera contra una olla destruía las insensatas fantasías que no he vuelto a recordar. Y, sin embargo, sí recuerdo aquella sonrisa alegre y contagiosa que nos parecía socarrona por sacarnos del letargo.
Y como esa vez, hoy a las seis de la mañana nos volviste a despertar, no con golpes de olla, no con tu sonrisa serena, sino con aquella llamada sentida que nos anunció tu partida. Pensar que ayer te fui a visitar, teniendo otras cosas también urgentes que hacer, pero me dijeron que estabas muy enfermo, que tal vez no te volvería a ver. Y fui a tu encuentro, deseando que te alcanzara para poder despedirme. Y pude hacerlo.
Y hoy como aquel martes, volveré a tu lado, primo Willy. No hablarás, mas no será necesario: el mensaje ya fue enviado. Y las diferencias y discusiones, quedan olvidadas. No sé si pueda dormir hoy. Pero, si lo hago, será con la convicción que, desde el cielo, el sonido de un cucharón contra una olla me habrá de despertar…

[A los estimados lectores:

El Blog de Héctor Sánchez entra en receso por el luto de quien escribe. Les pido su mayor comprensión en este difícil momento. Y, como la vida continúa, vuelvo la semana próxima con la continuación de las historias.

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Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada… (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

Emilia seguía equivocándose en algunas operaciones pero, al cabo de unas tres semanas, la mejoría fue evidente: un par de prácticas aprobadas y un final salvado con cierta cuota de dramatismo. Había logrado pasar ese curso; sin embargo, era una pírrica victoria comparada con los inobjetables desastres en los demás.

Sentía que no estudiaba de la misma manera con otra gente, que Rodrigo tenía un no-sé-qué que lo hacía peculiarmente entendible. “Debo tenerlo cerca”, fue el pensamiento que se propuso para el siguiente ciclo y lo cumplió: en sus conversaciones ocasionales sobre la carrera, Emilia descubrió una por una las materias que el joven llevaría.

Así que el primer día de aquel nuevo semestre, Rodrigo quedó sorprendido de verla en sus clases, pero comprendió enseguida su plan. “Hola, Rodri”, lo atajó ella al final de la sesión, “veo que llevaremos cursos juntos. ¿Me ayudarás?”. “Claro”, respondió él sin dudar, “¿cuándo comenzamos?”

-No sé… ¿el viernes?
-Ya, está bien.
-A las 4.
-Eso quedamos bien luego. ¿Te llamo…?
-No, no puedes.
-¿Por qué?
-¿Por qué…? Porque tengo celu nuevo… ¿me pasas el tuyo?

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El hombre en la capucha (capítulo diez)

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(viene del capítulo anterior)

Los bomberos estaban terminando de apagar el incendio. Neto, en cierto modo conmocionado, miraba desde el espacio que antes había ocupado la puerta de la bodega. El amigo con quien había concertado el pase le había avisado sobre las explosiones y, raudos los dos, fueron al lugar, donde si apenas puedo retirar a su tío de la vereda.

Demetrio tenía algunas magulladuras y pequeñas quemaduras. “¿Quién te hizo esto?”, le preguntó el ansioso joven. El viejo avaro sólo a decir “un hombre con capucha”. Luego le entregó un papel que sacó de su bolsillo. “No sé quién es, pero quizá él te ayude a encontrarlo”, agregó Demetrio antes de ser subido a la ambulancia.

Neto no perdió el tiempo, cogió su celular y marcó el número escrito. “¿Aló?”, respondieron del otro lado. “Hablo de parte de Demetrio”, señaló el joven. Contó que necesitaba hablar con el jefe, que el negocio había sido destruido, y que tenía pistas que conducían al responsable. “¿Dónde te encontramos?”, indicó la voz. Neto dijo que lo encontrarían en el hospital.

Él entró con su tío por emergencias, pero el viejo tranquilizó al muchacho y éste se dirigió hacia la sala de espera. No pasó mucho rato hasta que un hombre bien vestido le preguntara si era el sobrino de Demetrio. Neto asintió y el hombre le pidió que lo acompañara al estacionamiento. Abrió la puerta de una limosina estacionada, señalándole que pasara. Neto se sentó, y frente a él divisó la figura de una persona oculta tras unos lentes y un sombrero.

“Tú eres Yerbo”, casi susurró el joven. “Así es. Tú debes ser Neto, tu tío me habló de ti”, contestó el otro, agregando a continuación: “¿qué favor quieres que haga?” Neto se sorprendió por la cordialidad del interlocutor, pero fue al grano: “Necesito que encuentres al hombre en la capucha. Es el responsable de todo esto”. “¿Y qué harás cuando lo tengas?”, preguntó Yerbo. “Morirá”, respondió Neto sin vacilar…

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Crimen en la calle Indiferencia (capítulo tres)

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(viene del capítulo anterior)

“¿Quién le hizo esto?”, preguntó el taxista con manifiesta preocupación. “Sólo conduzca”, respondió ella mientras secaba con sus manos las lágrimas que caían por su magullado rostro. Aurelio avanzó en medio de la ncohe por la larga avenida que enrumbara hacia el destino.

En el asiento de atrás, Verónica se entregaba a sus más desesperanzados pensamientos: “¿Por qué? ¿por qué mi vida ha quedado destrozada así? ¿Ahora cómo haré para cuidar a este niño que llevo en mi vientre?” Se echaba otra vez a llorar, las luces de los postes iluminando por pocos segundos su cara.

Aurelio miró el retrovisor y, a pesar del cansacio de todo aquel día, sintió que debía hacer algo más por aquella mujer que había estremecido su poco agraciada rutina. Acordándose de la ruta, viró hacia la izquierda y, un par de cuadras después, paró en un estacionamiento. Bajó del carro y cerró la puerta, ante el desconcierto de Verónica.

Rápidamente, el taxista volvió con una silla de ruedas, abrió la puerta de atrás y le pidió que saliera. “¿Qué está haciendo?”, le inquirió ella aún sin sobreponerse de la sorpresa. “Siéntese, por favor”, le dijo él con amabilidad. Algo mecánica, ella accedió, se sentó y Aurelio la llevó hacia una entrada iluminada, donde un aviso de de “Emergencias” miró al pasar…

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El hombre en la capucha (capítulo nueve)

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(viene del capítulo anterior)

Jano la llevó a su cuarto y la sentó en la cama. “¿Quién te hizo esto?” preguntó él pero Mirella no contestó. Sólo se limitó a llorar cansadamente. Él decidió no insistir más y fue rápidamente a buscar agua en un recipiente, alcohol, algodón y algunas gasas en el botiquín del baño. De nuevo frente a ella, mojó una de las gasas en el agua y empezó a limpiarle las heridas de los brazos y de la cara.

La sangre comenzó a teñir la claridad del líquido en el recipiente, así que él tuvo que volver varias veces hacia el baño para cambiar el agua. Finalmente, empezó a curarla con el alcohol y a colocarle las gasas en las heridas más comprometidas. Entonces, ella exhaló un suspiro y lo confesó: “fue Yancarlo”.

Dijo que habían quedado en salir, pero que en plena cita se puso violento luego de recibir una llamada. Él mencionó que era urgente y que debía retirarse, pero que primero la llevaría a su casa, pero que ella no aceptó y la discusión tomó ribetes de furia. Yancarlo la golpeó en la cabeza primero y, caída en el suelo sin poder defenderse, la empezó a golpear y patear.

“Iré a buscarlo”, señaló Jano iracundo. Se colocó un polo y una casaca pero, cuando se disponía a salir, Mirella lo alcanzó y lo abrazó por la espalda. “No te vayas, por favor”, le suplicó ella. Él volteó hacia ella y alzó su cara, la cual volvió a acariciar como antes, como hace cinco años. No pudieron contenerse y comenzaron a besarse, mientras ella lo arrastraba hacia el cuarto, hacia su cama…

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Crimen en la calle Indiferencia (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

Verónica está terminando de barrer el polvo y la suciedad del piso con gran apuro. Mira hacia el reloj y es como si hubiese visto un fantasma. “Mi marido está por llegar”, pensó para sus adentros. Presurosa se dirige hacia la cocina y coloca en una olla unos vegetales para cocer. Está tan concentrada en su labor que no oyó el sonido de la moto estacionarse frente a su casa.

Jorge, el esposo, se quitó el casco, descubriendo un semblante de molestia, producto del mal cierre de un negocio y la posterior discusión con su jefe. El abrió la puerta con habitualidad pero la cerró con vívido enojo. Al instante, ella reconoció que no fue un buen día para su esposo, e intentó ganárselo con cariño.

“¿Está lista la cena?”, fue lo único de saludo que él le dirigió. “Aún falta un poco pero…”, trató de excusase Verónica antes que fuera abruptamente interrumpida por el reclamo de Jorge. “¡qué te he dicho sobre la cena!”, gritó colérico, “¡que tiene que estar lista cuando llegue! ¡Ahora verás!” La amenaza verbal se convirtió en física y la cara de Verónica empezó a ser masacrada por los duros puños de su marido.

Jorge se cansó y fue al baño.”Ya regresó”, dijo con aquel tono intimidante de quien no suelta a su presa. Sin embargo, ella sintió que no podía más con el maltrato, que debía defenderse aunque sea una vez. Cogió con inusitada valentía, cogiéndola al revés, se acercó al baño y, sin previo aviso, le asestó un golpe a la cabeza de Jorge, al que siguió otro, y otro.

Luego que su marido estuvo tirado en el piso y, creyendo que se había quedado inconsciente, salió corriendo a la calle y alzó la mano para detener un taxi. El primero ni la vio y pasó de largo, el segundo paró pero no conocía la ruta. Finalmente paró un tercero. Aceptó la oferta y Verónica subió rumbo a la casa de su hermana…

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Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada… (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

El “no” de Rodrigo fue rotundo, tanto que incluso Emilia se quiso retirar fastidiada. “Si quieres pasar el curso, tendrás que aprenderlo”, dio por toda explicación el joven, que luego preguntó: “¿de acuerdo?”. Emilia sintió que no tenía otra opción más que soportar el genio del nerd y dejar que él lo ayude a su manera.

-¿Sabes resolver ecuaciones cuadráticas?
-Obvio.
-A ver. Demuéstrame.

Rodrigo le alcanzó un papel con una de estas operaciones. La chica intentó hacer algunos trazos en el papel pero, tras cinco minutos de infructuoso ejercicio, se rindió. “Está bien, lo admito: no sé cómo se hace”, respondió un tanto histérica. Entonces Rodrigo tomó el papel y, mientras operaba, describía los pasos: “para hallar las raíces de la ecuación, primero debemos fijarnos en el tercer término de la misma…”

Emilia empezó a escucharlo, aquella voz tan suave y calmada que le hacía desentenderse de a pocos del tema en cuestión. Parecía como transportada a alguna dimensión donde su realidad perdía sentido y sólo existía el joven en la carpeta que describía las operaciones: “… y es así como obtenemos las dos raíces de la ecuación, ¿entendido?”, concluyó el joven.

“Sip”, dijo ella para disimular su falta de atención, la que de inmediato fue puesta a prueba otra vez, cuando él le presentó una nueva ecuación. Emilia cogió otra vez el lapicero y buscó recordar cómo rayos Rodri había hecho la anterior. Pero, esta vez, él decidió ayudarla de a pocos mencionándole otra vez cada uno de los pasos…

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