Archivo de la categoría: Relatos por Entregas (serie uno)

Relatos literarios escritos por entregas

Historia de Sérvulo (parte tres)

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(viene de la parte dos)

La mañana de sábado se presentaba con el cielo despejado y un sol radiante, propicio para el casamiento. Lady Rowina termina de acomodarse la vestimenta nupcial y, en su mente, un sólo pensamiento brilla con fuerza: consumar por fin su relación con el rey Rolando, a pesar de la incomodidad soterrada de Legardo y el oprobio manifiesto de Sérvulo. Con los caballos listos, el séquito enrumba hacia la catedral, el mayor acompañando a su padre; el menor al lado de Rowina.

Tras un buen rato de marcha, Rowina se sinceró con Sérvulo, “Créeme que me gustaría tener una mejor relación contigo ahora que uno lazos a tu padre”; a lo que él contestó cortante: “Aunque lo intentaras, no te lo perdonaría”. De pronto, Legardo se percató de arcos que sobresalían entre las ramas de los árboles y ordenó a los jinetes apresurar el paso. Los caballos del séquito atravesaron a toda marcha la lluvia de flechas que se hacía interminable. Rolando pudo cubrir a Rowina, mientras que Legardo y Sérvulo hacían hasta lo imposible por responder el ataque.

A la salida del bosque, aparecieron cuatro jinetes vestidos de negro y, blandiendo espadas, empezaron a causar bajas entre los jinetes del rey. Legardo y Sérvulo continuaron peleando con denuesto y entereza, hasta que el mayor cayó herido del caballo. A punto de ser traspasado por la lanza de su adversario, Sérvulo defendió a su hermano, decapitando al atacante con la furia de sus brazos sosteniendo la desenvainada espada. Uno a uno, los otros tres cayeron muertos por la acción del menor. Dibujose entonces la sonrisa en el rostro de su padre.

De pronto, silbó veloz una flecha. Atravesando la guardia del rey, fue a clavarse en el pecho de Rowina. Rolando observó por última vez aquellos incandescentes ojos que, poco a poco, perdían su luz. Abrazado a la faz de Rowina, el rey derramó infinitas lágrimas, las que copiosas cayeron a la ocre tierra. Legardo volvió la cabeza, y un jinete vestido de negro se perdía en la espesura del bosque. Sérvulo quiso ir tras él, pero su hermano lo contuvo: “Ya hubo muchas muertes hoy, y nuestro padre nos necesita vivos”. Sérvulo envainó la espada y guió al séquito de regreso al castillo, bajo el sol que empieza a ocultarse y las nubes negras que no tardan en aparecer.

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Historia de Sérvulo (parte dos)

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(viene de parte uno)

Dos jinetes atraviesan el bosque de Galden a gran velocidad. Montados en su caballos, los dos hermanos van en busca del mismo ciervo que, segundos antes, se escapó ante el silbar de las flechas lanzadas; siguen el rastro evidente de la sangre pintada en los árboles. Finalmente, llegaron a un claro del bosque donde el ciervo, demasiado jadeante, espera con ojos quietos su destino final. El mayor de ellos se acerca lentamente, cargando la lanza que ciegue la vida del sufriente animal, mas lo sorprende una flecha veloz viniendo en su misma dirección. Muerto yace ahí el de altas crestas.

“Por qué no me sorprendes, Sérvulo”, exclama Legardo con una sonrisa forzada. “Carguémoslo pronto, que la noche se acerca”, le reprocha el aludido. Sérvulo tenía ya dieciséis años, pero sus impulsos lo hacían tan fuerte como un hombre de treinta. Él y Legardo, hijos del rey Rolando, compartían la animosidad propia de la juventud, pero el menor estaba más que dispuesto a ellas por las vicisitudes y sus sentimientos. Tan rápido como colocaron el ciervo sobre uno de los caballos, enrumbaron hacia el castillo de su padre.

A mitad de camino, la noche aparece. Los hermanos deciden armar una fogata y cocinar el ciervo muerto. Mientras Legardo prende el fuego en las ramas recogidas, Sérvulo observa pensativo la llama candente, que crece y alumbra su atribulado rostro. Legardo lo mira, y descubre su pensamiento: hace un año que su madre, la reina Belder, se suicidó lanzándose de una de las torres del castillo. Sérvulo la vió caer por el ventanal y nada pudo hacer, sólo llorar su desconsuelo. Rolando entró en la habitación con otra mujer en brazos. Sérvulo se ofuscó y abandonó, corriendo lloroso, la habitación materna.

La voz de Legardo lo saca de sus recuerdos: “Ella lo quiso así”. Sérvulo volteó la faz hacia su hermano, y la furia retratada, honda y ciega, tensionó la escena. Luego, miró la llama y dijo: “Él lo quiso así”. El mayor quedó callado, y entonces Sérvulo pronunció su terrible sentencia: “Y por su pecado pagará”.

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Historia de Sérvulo

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Parado frente al ventanal del aposento, el rey Rolando dirige su mirada hacia el horizonte. Mira y no mira, porque aunque pueda, sus ojos negros no ven la neblina que cubre la llanura sino que ocultan sus lánguidos pensamientos. Uno de sus servidores le avisa, “acaba de llegar un mensajero”. El rey asiente con la cabeza, callado y sombrío, su cabeza gira lentamente para ver a aquel que la noticia viene a dar. Un soldado de mediana estatura, con la cara ensangrentada, jadeante él todo por el esfuerzo, carga una bolsa de yute oscuro, de la cual caen algunas gotas del rojo líquido.

“Está hecho, mi señor. El rebelde ha sido vencido”. El rey Rolando camina unos pasos y se deja caer pesadamente sobre el asiento del trono. De modo repentino, los ojos empiezan a llorar, lleva su manos a cubrir su faz y corre hacia sus habitaciones. Tras unos momentos de desolación sobre las sábanas de su cama, mojadas de la tristeza, el rey Rolando cambia de túnica y ordena al soldado: “llévame donde está el cuerpo”. Preparados los caballos, la comitiva real parte a toda prisa por el camino de la comarca. “A Galden”, dirige el rey, portando apenas su espada, consciente que la amenaza ha terminado.

Tras dos horas de viaje, el grupo se detiene. Cuerpos degollados, alcanzados por lanzas o flechas, nutren el campo de batalla. El mensajero lo guía hasta el cuerpo del líder rebelde, que envuelto está en túnicas negras. Constató el rey Rolando la identidad de su enemigo, y señaló al mensajero, “caven en la tierra”. A los demás ordenó: “Busquen una piedra, lisa y rectangular, que guarde su memoria”. Encontraron una piedra como la descrita en una cantera cercana, la pulieron apenas, y la entregaron al rey. Éste escribió un epitafio que siempre habría de recordar.

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