Archivo de la categoría: Fragmentos literarios

Breves creaciones literarias del autor

El faro del abismo

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Artemio llegó a aquella edificación, desolada por el viento. Había pasado los últimos cinco años de su vida buscando con insistencia a su anciano padre, un viejo marino que se perdió en un naufragio y que, llevado por las noticias que encontró por los polvorosos caminos, podría estar vivo en aquella edificación de arcilla cercana a la costa continental.

Apenas entra en el lugar, un hombre lo recibe. Parece ser el encargado de la casa. “Bienvenido”, lo saluda el hombre, que viste una gasa protectora de la arena sobre su cabeza, “¿a quién busca?”. “A Anselmo, es mi padre”, respondió el recién llegado. El encargado lo guía hacia el segundo piso. “Me temo que no vivirá mucho”, le advierte. Artemio se acerca al viejo marino.

Su blanca barba no puede ocultar las muecas de dolor que la enfermedad le produce. “Padre, soy yo, Artemio”, se presenta el joven cogiendo la mano del enfermo. Anselmo apenas si puede abrir los ojos: “Hijo mío, estás aquí”. Trata de incorporarse pero se encuentra muy débil. “¿Cómo fue que te sucedió esto?”, le pregunta su hijo. Entonces, haciendo un gran esfuerzo, el anciano empezó a narrarle su último viaje…

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Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada… (final de temporada)

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(viene del capítulo anterior)

“Llegaré 4 y media”, fue el mensaje de texto que recibió Emilia mientras iba camino a su reunión con Rodrigo. Contrario a su disposición inicial, pensó que probablemente seguía repasando para explicarle la clase de hace unos días. “No problem”, le devolvió el mensaje, recitándolo al mismo tiempo.

Sólo le quedaba un asunto pendiente que no resolvió aquella vez que se “reencontraron”: ¿cómo le agradezco?”. Dado que conocía tan poco de sus gustos, había descartado los peluches, camisas o jeans. Incluso consideró la posibilidad de una calculadora, “pero él ya tiene una”…

Ansiosa porque no pudo escoger ningún regalo adecuado, se sentó en una de las sillas junto a las mesas del amplio salón. Pasaron diez minutos, quince. Finalmente, Rodrigo apareció por la puerta. Emilia se levantó como un resorte y se abalanzó sobre él. El joven apenas si pudo reaccionar y la saludó también, aunque no tan efusivamente.

Sacó el cuaderno y empezó a explicarle a Emilia, cuya mente estaba ya entre las nubes. Rodrigo paró entonces la sesión: “¿Emi, te pasa algo?”. “No sabía cómo agradecerte tu ayuda el ciclo pasado”, le contestó ella. “¿Y en qué habías pensado?”. “En esto”, respondió ella, inclinándose hacia el muchacho, poniendo sus brazos sobre los hombros de Rodrigo y robándole un beso.

Él se quedó sorprendido por la actitud de Emilia pero, recuperando pronto la compostura le señaló: “Gracias, pero no era necesario que hicieras eso”. “¿Acaso no te gustó?”, inquirió ella, algo molesta. “Obvio que me gustó pero… hay algo que debo decirte”, respondió él. Y escucharlo pronunciar esas palabras fue para Emilia como detonar una bomba en su cara: “ya tengo enamorada”.
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Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada… (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

Emilia seguía equivocándose en algunas operaciones pero, al cabo de unas tres semanas, la mejoría fue evidente: un par de prácticas aprobadas y un final salvado con cierta cuota de dramatismo. Había logrado pasar ese curso; sin embargo, era una pírrica victoria comparada con los inobjetables desastres en los demás.

Sentía que no estudiaba de la misma manera con otra gente, que Rodrigo tenía un no-sé-qué que lo hacía peculiarmente entendible. “Debo tenerlo cerca”, fue el pensamiento que se propuso para el siguiente ciclo y lo cumplió: en sus conversaciones ocasionales sobre la carrera, Emilia descubrió una por una las materias que el joven llevaría.

Así que el primer día de aquel nuevo semestre, Rodrigo quedó sorprendido de verla en sus clases, pero comprendió enseguida su plan. “Hola, Rodri”, lo atajó ella al final de la sesión, “veo que llevaremos cursos juntos. ¿Me ayudarás?”. “Claro”, respondió él sin dudar, “¿cuándo comenzamos?”

-No sé… ¿el viernes?
-Ya, está bien.
-A las 4.
-Eso quedamos bien luego. ¿Te llamo…?
-No, no puedes.
-¿Por qué?
-¿Por qué…? Porque tengo celu nuevo… ¿me pasas el tuyo?

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Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada… (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

El “no” de Rodrigo fue rotundo, tanto que incluso Emilia se quiso retirar fastidiada. “Si quieres pasar el curso, tendrás que aprenderlo”, dio por toda explicación el joven, que luego preguntó: “¿de acuerdo?”. Emilia sintió que no tenía otra opción más que soportar el genio del nerd y dejar que él lo ayude a su manera.

-¿Sabes resolver ecuaciones cuadráticas?
-Obvio.
-A ver. Demuéstrame.

Rodrigo le alcanzó un papel con una de estas operaciones. La chica intentó hacer algunos trazos en el papel pero, tras cinco minutos de infructuoso ejercicio, se rindió. “Está bien, lo admito: no sé cómo se hace”, respondió un tanto histérica. Entonces Rodrigo tomó el papel y, mientras operaba, describía los pasos: “para hallar las raíces de la ecuación, primero debemos fijarnos en el tercer término de la misma…”

Emilia empezó a escucharlo, aquella voz tan suave y calmada que le hacía desentenderse de a pocos del tema en cuestión. Parecía como transportada a alguna dimensión donde su realidad perdía sentido y sólo existía el joven en la carpeta que describía las operaciones: “… y es así como obtenemos las dos raíces de la ecuación, ¿entendido?”, concluyó el joven.

“Sip”, dijo ella para disimular su falta de atención, la que de inmediato fue puesta a prueba otra vez, cuando él le presentó una nueva ecuación. Emilia cogió otra vez el lapicero y buscó recordar cómo rayos Rodri había hecho la anterior. Pero, esta vez, él decidió ayudarla de a pocos mencionándole otra vez cada uno de los pasos…

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Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada… (capítulo tres)

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(viene del capítulo anterior)

Rodrigo llegó al punto de reunión y se sentó en la banca frente a la sala de estudios. Pasaron diez, quince, tal vez hasta veinte minutos antes que se percatara que Emilia probablemente no vendría. Así que decidió entrar en el aula, y escogió una mesa lejana a la puerta para desarrollar con mayor comodidad las tareas de otros cursos.

La calculadora comenzó a hacer maravillosos cálculos y resultados que el lapicero describió en trazos precisos que anotaba sobre el papel. De pronto, una inusitada agitación rompió la susurrante calma del ambiente. Rodrigo levantó la mirada solamente para dar un pequeño guiño al evento sorpresivo, pero ‘algo’ en ese atisbo le devolvió la cabeza en dirección hacia la puerta.

Quizá había imaginado la ondeante cadencia de su cabellera al caminar y también ese polo celeste sin mangas que dejaba ver sus ágiles brazos, pero nunca pensó que Emilia se vestiría aquella ceñida y corta falda negra que, al dejarlo sin aliento, hizo que al joven se le resbalaran los anteojos a medio poner por tamaña desconcentración.

“Hola Rodri”, dijo ella algo apurada, “sorry pero es que no sabía bien qué ponerme”. “Descuida”, comentó él aún reponiéndose, “se te ve muy bien”. Rodrigo se aprestaba abrir uno de los libros para empezar con la explicación, cuando Emilia le pasó su cuaderno abierto junto con una frase que de golpe lo devolvió a la cínica realidad: “¿me dejas copiar las respuestas?”

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Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada… (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

– Sí, sobre tus piernas… ¿algún problema?
– Es que…
– No me digas: estás excitado. ¡Lo que me faltaba!
– ¡Yo lo digo por tu seguridad!

El bus dobló una esquina. Emilia casi se cae y tuvo que agarrarse del cuello de Rodrigo, al que poco más y lo ahorca.

– ¡Eso no está mejor!
– Claro, primero te pones sabroso… y ahora te pones faltoso.
– ¿Sabes qué? No tengo que andar soportándote. Además sólo te estoy haciendo un favor…
– ¿Un feivor? Ni siquiera pedí tu ayuda…
– Bueno, al profe… y él te envió a mí.

Emilia estuvo con berrinche todo el trayecto que hubo hasta que finalmente logró conseguirse un sitio libre. “Me iré a estudiar con mis amigos”, pensó para sí, “y me olvidaré de este luser”. Pasadas dos semanas más y, a pesar de los vanos esfuerzos de sus amistades, Emilia desaprobó otra evaluación más.

Casi llorando, ella corrió hacia el asiento a Rodrigo: “¿me ayudas? ¿Sí? ¿Sí?”. “Está bien”, dijo el muchacho mientras era samaqueado por su abrazo, “mañana nos vemos a las 4, ¿te parece?”. “Sí, Rodri”, aceptó Emi. “Rodri… ¿por qué Rodri?”, preguntó él. “Pa’ no gastar saliva”, comentó ella volviendo a su parco hablar…

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Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada…

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Mitad de ciclo, y Emilia sigue sin entender alguna de las fórmulas que pone el profesor en la pizarra. Desesperada, se le acerca a él al final de la clase, a ver si puede darle una asesoría o algún trabajo que pueda ayudarla con su nota. “No estoy acostumbrado a hacer ese tipo de concesiones”, dijo el profesor con cierta simpatía, “pero puedo recomendarte a uno de mis mejores estudiantes para que te apoye”.

Emilia ya se lo alucinaba al pata. “Un cuero, un churro, un bombón”, pensó de inmediato, hasta que escuchó al maestro llamar “Rodrigo”. Volteó y de sólo ver al medio nerd algo chato de anteojos, la dejó paralizada. Rodrigo esbozo una sincera sonrisa ante la mueca de espanto de la chica. Ella le susurró al oído del profesor si no tenía otro alumno disponible. “Última opción: o lo tomas o lo dejas”. Emilia salió rauda.

Ni siquiera dejó que Rodrigo le estrechara la mano para saludarla y se dirigió al paradero para tomar. El carro demoraba y vio como el chico nerd se acercaba por la vereda. “Hola”, dijo él con cortesía. Ella ya sentía que lo comenzaba a odiar: “hola”, dijo a secas. En eso vio que el carro se acercaba. Casi susurró un “hasta nunca”, y se dispuso a subir por la puerta de adelante. Y tuvo tan mala suerte que no encontraba ningún asiento libre en esa zona. Sin embargo vio uno al final del pasillo.

Empezó a correr a todo lo que pudo, pero segundos antes de alcanzar su objetivo, alguien más se sentó allí. “¿Tú?”, fustigó con dureza al mismo chico nerd que había osado hablarle en el paradero. “Sorry, pero el asiento estaba libre”, utilizó un tono como disculpándose, “y ahora, ¿qué harás?”. Ella lo miró un tanto sorprendida y furiosa al mismo tiempo. No quería estar cerca suyo, pero sentía que él le había arrebatado el asiento y no estar parada, así que…

– Wow… ¿sobre mis piernas?

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Los guardianes de la construcción

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Fernando escudriña el horizonte desde aquellos escombros caídos al primer piso intentando comprender por qué sigue allí. Hace apenas un mes lleva trabajando en un proyecto inmobiliario de una constructora. Habían comenzado por empezar a demoler la bella pero vieja casona para dar paso a un alto edificio de departamentos. Fue entonces que decidió quedarse a almorzar dentro del segundo piso que comenzaría a caer por la tarde.

Pensó que sería genial disfrutar de aquel ambiente antes que desapareciese por completo ante el golpe seco de las combas y las furiosas arremetidas de la maquinaria pesada. Luego de comer de su generoso taper, se sentó a observar esas finas mayólicas, que alguna vez fueron la envidia de la zona, mientras tomaba del envase plástico la infusión de valeriana que preparó por la mañana. Embelesado con lo que miraba, no tardó en quedarse profundamente dormido.

Para cuando despertó, el día se había convertido en noche. Se levantó y quiso salir, pero la oscuridad era tan densa que lo imposibilitaba ver muy lejos. Prendió la linterna que tenía en el casco y divisó la silueta de un hombre alto, que parecía un mayordomo. Se le hizo extraño porque era primera vez que lo veía, así que le pasó la voz. “Señor”, gritó Fernando pero eso sólo hizo que el desconocido se alejara.

Fernando corrió en su dirección pero, cada vez que parecía estar más cerca, el hombre alto se le escurría a velocidades inauditas. Finalmente, el obrero encontró un montículo de tierra donde estaba parado otro trabajador. Fernando pasó la voz, el otro volvió la cabeza y se quedó pálido, corriendo luego fuera de la construcción. El obrero quiso ir tras él pero el mayordomo se apareció y lo contuvo.

“¿Por qué me desconoce?”, preguntó Fernando. El mayordomo le indicó el montículo: “cava y verás”. El obrero empezó a retirar la tierra. Encontró primero un casco con linterna. Siguió sacando escombros y vio una mano. Al instante su instinto de supervivencia lo llevó a acometer con mucho esfuerzo la labor de salvar a su compañero caído mas, cuando terminó el desentierro, quedó anonadado…

El que había terminado bajo los escombros era él. Miró otra vez su cara, y vio que no respiraba. “Pero, ¿por qué…?”, empezó a decir, mientras el hombre alto lo interrumpía: “Conseguiste un nuevo trabajo. Fuiste elegido para ser el nuevo guardián”. El mayordomo dijo que había tenido esa misión pero, ante el advenimiento del proyecto, necesitaba de más ayuda… y se la otorgaron. Fernando escudriña otra vez el horizonte y, bajo su fantasmagórico manto, acepta el encargo. Sigue leyendo

Los lobos del pueblo

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Había preparado la cama para dormir, pero el cálido clima de la zona no lo dejaba tranquilo a Pedro. Apenas hace un par de horas había hallado un pueblo escondido. Tocando puerta por puerta, parecía que la villa estaba abandonada desde hacía mucho. Sin embargo, al doblar una esquina, miró en un campo a un hombre que cavaba un foso con una lampa.

Al aproximarse, verificó que el viejo campesino arrojaba al hoyo unos pedazos de carne humana. Sólo ver la escena le provocaba un profundo estupor, pero se animó a preguntar cómo ocurrió. “Fueron los lobos”, replicó el viejo terminando de enterrar los restos, “no tuvo oportunidad de defenderse”.

Caía la noche y Pedro decidió seguir su rumbo en su auto. El viejo lo persuadió que no lo hiciera porque la ruta era peligrosa por los continuos asaltos nocturnos. Con algunas dudas aún en la cabeza, Pedro aceptó la invitación. Y ahora estaba allí en la casa desvencijada, caminando por un poco de agua hacia una antigua refrigeradora.

Esperaba encontrar algún envase con el líquido elemento, pero se horrorizó al ver lo que allí había: miembros humanos sangrantes y destrozados. Pedro retrocedió asustado, y chocó contra una mesita al lado de la pared. Inmediatamente oyó gruñidos por toda la casa. Cuando salió, los aullidos se hacían cada vez más cercanos.

Corrió a todo lo que pudo, mas una raíz levantada de un árbol lo hizo rodar por la tierra. Cuando se levantó, vio que estaba rodeado por cuatro bestias y unos ojos amarillos que brillaban en la noche. Entonces, lo reconoció: era el mismo viejo que vio enterrar los pedazos humanos. “Gracias por la camioneta”, fue lo último que escuchó, del hombre convertido en lobo, antes de ser ferozmente devorado. Sigue leyendo

El vino y el sofá

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“Que buen vino”, decía para sí Alberto, un acomodado y joven empresario que vivía en una zona residencial clase mediera. El licor en cuestión no era otro que un regalo por parte de una pareja de vecinos recién llegados para agradecerle por la hospitalidad con que los había tratado.

Por recomendación de ellos, siempre tomaba un poco más de un vaso de la espirituosa bebida después del almuerzo, la cual le dejaba una leve sensación de adormecimiento en el cuerpo. Era en ese trance que, aproximadamente media hora después de esta comida, los nuevos vecinos tocaban su puerta y le preguntaban si necesitaba algo porque ellos salían a comprar algunos alimentos.

Alberto se desentendía del tema con un “no, gracias”, pero tan reiterada pregunta nunca se le hizo extraña. Mas bien la consideraba como constatación que eran un par de buenas personas que se preocupaban por los demás.

Uno de esos días, Alberto estaba muy estresado por una negociación fracasada con un socio. Llegó a su casa y, en vez de servirse el acostumbrado almuerzo, fue directo por la botella de vino para calmarse un tanto. Vinieron una, dos, tres y hasta cuatro copas. El sueño que sentía era tan pesado que fue a su sala y, mirando el valioso cuadro de la pared de enfrente, cayó en profundo trance.

Luego de cuatro o cinco horas, el joven empezó a reaccionar, miró la pared… y el cuadro no estaba. Vio a su alrededor y en otros cuartos, la mesa, la cama, las lámparas, etcétera, habían desaparecido. Quedaba claro que alguien había entrado a saquear su hogar pero no imaginaba quién.

De pronto se percató de un pequeño papel que estaba en uno de los brazos del sofá donde se quedó dormido. Lo abrió y leyó el mensaje que decía: “nos dio lástima vecino llevarnos el sofá así que fue lo único que le dejamos”… Sigue leyendo