La noche del apagón

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Y de pronto, la luz se fue. Se convirtió en una incomodidad tremenda porque no había terminado de guardar el archivo en la computadora. Nos dijeron a todos para salir del edificio. Si bien algunas luces de emergencia alumbraban la salida, los transportes no paraban en las esquinas repletas de involuntarios pasajeros. Los segundos que siguieron comenzaron a hacerse confusos entre las personas que comenzaban a caminar.

Rubén fue uno de ellos. Se adentró por unas calles solitarias y oscuras donde la luz no había vuelto. Era una oscuridad tan extraña, que de sólo ver la luz de los autos al transitar por las calles parecía reflejar sus luces a demasiada potencia. Entonces, él se paró un momento para tocarse los ojos que se sentían muy deslumbrados. Apenas apartó las manos, escuchó raros ladridos.

Rubén volteó a ver y se encontró con que, a cierta distancia, un par de lobos con las cabezas deformes querían entrar a unas casas. Pero luego olieron sus pasos, y voltearon en su dirección. Espantado, él corrió a todo lo que dieran sus piernas mientras los animales empezaban la feroz persecución. Corrió y siguió corriendo, hasta que alcanzó una avenida iluminada por los faros en aquella negra noche.

Cesaron los extraños ladridos y Rubén viró otra vez la cabeza en dirección a sus perseguidores. Los lobos habían desaparecido. En su lugar sólo había un par de jóvenes que se agachaban por el cansancio y no comprendían por qué. Él siguió caminado bajo la luz de los faros un buen rato hasta que se topó con otra zona oscura.

Pudo ver que la confusión había dado paso a los gritos y esporádicas ráfagas de armas de fuego. No entendía por qué sucedía, pero no le quedaba otra opción más que dirigirse hacia allí, ya que en un parque cercano se encontraba su casa. Así que, armándose de valor, Rubén ingresó corriendo en esa zona oscura y otra vez sus ojos empezaron a experimentar aquella inesperada molestia.

A pesar de ello, no paró y se acercó lo suficiente a su casa. Quiso abrir la puerta con la llave que tenía en el bolsillo pero alguien no dejaba pasar. Intentó empujar la puerta y extender el brazo, pero tuvo que retroceder cuando la cerraron con fuerza. “No te dejaré pasar, bestia”, gritó su hermano, mientras Rubén quedaba anonadado con la sorpresiva respuesta.

Se retiró un par de metros de la entrada y gritó hacia el segundo piso, a ver si lo podían oír y cambiar de actitud. Se abrió una ventana pero no espero lo que venía. Unas balas atravesaron su cuerpo a toda velocidad y Rubén cayó sobre el pavimento, mientras recordó aquella profecía que de niño le contaron: “el día que la luz se apague, manténganse en casa unidos porque, si están afuera en la oscuridad, nadie los reconocerá”.

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