(viene del capítulo anterior)
Lo primero que hice al llegar a la oficina, luego de una extenuante caminata, fue ir a la cafetería y servirme un vaso grande de café. Durante el día me tomé varias tasas de la negra bebida, esperando no tener que dormirme. Para mi jefe le era incluso extraño este comportamiento porque apenas si tenía por costumbre tomarlo una o dos veces a la semana.
“¿Te pasa algo?”, fue lo único que me preguntó al acercarse a mí en un receso que descansó. “No, jefe. Sólo intentó estar atento para un día complicado”, fue mi excelente excusa. Mi jefe no quedó del todo convencido con la respuesta hasta que, como a eso de las cinco de la tarde, le entregué los reportes que me había pedido.
Se puso a revisar y vio que todos los datos estaban en orden. “Bien hecho muchacho. Tómate libre el resto del día”, respondió mi jefe, satisfecho con mi labor. Al instante, decidí cerrar los archivos de trabajo y apagar la computadora. Alisté mi mochila y salí de la oficina… no sin antes servirme más café. Pero me lo bebía a sorbos tan pequeños que me duró más de la mitad del camino de regreso en el bus.
(continúa)