(viene del capítulo anterior)
Habían transcurrido un par de semanas en total normalidad, hasta que un día, al regresar de la oficina, Alfredo se percató que el peluche yacía detrás de uno de los muebles de la sala. Lo recogió, se dirigió hacia el cuarto de Alonso y le preguntó por qué el oso estuvo en aquel rincón.
“Es que me aburrí de jugar con él”, respondió el niño con toda franqueza. “Ya hablamos de esto, que cuidarías de los…”, señaló el padre pero fue duramente interrumpido. “¡Esto no pasaría si me regalaras lo que quiero!”, gritó el niño y, acercándose a Alfredo, le quitó el peluche y lo tiró al piso otra vez.
Luego, Alonso tomó la caja donde estaba el circuito ferroviario y lo volvió a armar. Mientras esperaba la llegada de su esposa, Alfredo se llevó al oso hasta su habitación. “Si sólo pudieras sentir, quizá y mi hijo te trataría de otra manera”, dijo mientras le limpia el pelaje con sus manos. Cansado por el día, Alfredo se quedó dormido con el peluche en sus brazos.
Para cuando despertó, notó que el peluche estaba encima de la cómoda de la habitación. Volteó en la cama y saludó a Nora, que también se despertó. “Gracias por poner el oso allí”, señaló Alfredo con alivio. “Es lo menos que podía hacer si lo dejaste tirado en el piso”, dijo ella en tono de regaño y salió hacia la cocina.
(continúa)