(viene del capítulo anterior)
Algunas semanas después, Ricardo ya se había acoplado desde su pequeño módulo al ritmo de trabajo de la empresa. “Aprende muy rápido y es conciso con los reportes”, le comentó el jefe adjunto a Eduardo, quien se mostró satisfecho con el muchacho.
Pero algo le preocupaba. A diferencia de sus otros analistas, había días que Ricardo permanecía media hora o una hora más. Intrigado por este segundo indicio, uno de esos días que se quedó hasta tarde, lo llamó a su oficina para preguntarle el por qué.
“Me parece que podemos mejorar los procesos de la información que recibimos, eso nos permitirá agilizar el análisis”, fue la escueta respuesta de Ricardo. Eduardo sostuvo que ya no había ninguna mejora qué hacer. “Sí, la hay”, respondió el joven y le mostró un informe sobre la forma en que él concebía su labor.
Eduardo hojeó el reporte y reconoció el esmero de Ricardo. Lo dejó salir de la oficina y llamó a su jefe adjunto. Quiso saber si en la revisión de la computadora del analista había encontrado alguna información sospechosa. “No, y no parece haber evidencia de haber borrado nada extraño”, señaló el adjunto.
(continúa)