El detective López apenas había ingresado a su oficina cuando recibió una alerta en su celular. Inmediatamente salió de la comisaría y condujo la patrulla con rapidez hasta el lugar del crimen. “¿Qué tenemos aquí?”, fue lo primero que preguntó al ingresar en la casa acordonada por los policías.
“Es mejor que lo vea usted mismo”, respondió su compañero de investigación, el detective Robles, mientras le abría la puerta de una habitación. En el suelo, yacía un hombre boca abajo. A primera impresión, se percató que de sus ojos manaba sangre por unos cortes y que había una gran mancha roja debajo de la zona abdominal.
En la cama, la sábana estaba arrugada y recogida. “Parece que el difunto se divirtió antes de morir”, comentó Robles con cierto humor negro, pero López no le siguió la corriente. “Demasiada seriedad te hace daño”, le mandó la indirecta a su compañero.
“Me interesa más cumplir bien mi labor”, comentó López al ponerse los guantes de látex y mover el cadáver para examinarlo con más cuidado: “esto fue un crimen de odio”, dijo el detective y se alejó del cuerpo. Fue así que Robles se dio cuenta de la abominación cometida: el miembro viril había sido cercenado.