La historia que voy a contarles es una anécdota con el dueño de la guitarra que acaricio en mi manos. Sucedió hace un año. Hace no mucho había perdido a mi esposa y paraba todo el día en casa, recordando cómo era, recordando nuestros buenos tiempos. Es en ese ensimismamiento que un amigo vino a visitarme y me invitó a tomarnos unos tragos en una peña de la parte antigua de la ciudad.
Aquel treinta y uno de octubre tomamos un taxi hacia aquel lugar. Cuando el conductor paró en una esquina, miré por la ventana a un grupo de niños que, disfrazados, reían mientras recolectaban sus golosinas bajo el “truco o dulce”. “Tonterías”, dijo Augusto, acérrimo criollo. Yo sólo atiné a alegrarme de esos traviesos gestos infantiles, mientras mi amigo hacía hígado por su postura tradicionista.
Después de unos cuantos semáforos, llegamos al local. La gente ya estaba muy animosa con el paso de cada artista por el escenario. Augusto y yo nos acomodamos en una mesa -de milagro- vacía, y pedimos un par de chelas. Un tondero, un vals y una polca sazonaron los minutos siguientes a nuestro arribo. De pronto, el anfitrión de evento presentó a un joven moreno, alto y de rasgos finos, que cargaba una guitarra.
Lo nombró José Baldeón, quien pidió una silla de madera para poder comenzar. Al instante que empezó a sacarle notas a la guitarra, el público quedó hipnotizado de la incomparable belleza de los sonidos, la armoniosa cadencia de los acordes y la viva voz puesta en cada una de las canciones; de modo que, al terminar una interpretación, el respetable lo distinguía con una tremenda ovación y yo empezaba a interesarme más en el virtuoso.
En una de las pausas, y con varias copas encima, me escabullí al camerino de Baldeón, lo felicité con efusividad y, en un arranque de entusiasmo, le pedí que me regalara su guitarra. Él no lo pensó dos veces, me la regaló y además la autografió con dedicatoria. Me dio su tarjeta con su nombre y un teléfono, 2651979. Y antes de retirarme del aposento, el guitarrista dijo: “Estoy seguro que nos volveremos a encontrar”.
En mi estado etílico, sólo pude sonreirle y salir de allí. Al volver a mi sitio, Augusto quería irse pero lo convencí de quedarnos un rato más. Como a la media hora, todo alcoholizados, nos retiramos. Ciertamente había disfrutado esa noche pero, en el fondo, sabía que necesitaba descanso para ir al cementerio mañana primero. Como esperaba, me levanté tarde y la resaca hacía mella mi cabeza con un fuerte dolor.
Aún así decidí ducharme, vestir el terno, comprar unas flores e ir al encuentro con mi esposa. Atrás quedaban los regaños de mi amigo y, ¡qué extraño!, la guitarra perdida en la peña. Ya en la tumba, cambié las flores, hice unas oraciones y luego quedé en un silencio meditativo. Unos segundo después, volteé la mirada hacia la izquierda y, como a dos metros, descubrí una guitarra encima de otra tumba.
Me acercaba hacia allí y, a cada paso que avanzaba, el instrumento me parecía conocido. Llegado al punto, grande fue mi sorpresa al identificar que era la misma guitarra que me habían regalado la noche anterior, y con la misma dedicatoria firmada “J. Baldeón”, en cuya lápida decía “Fallecido 26-5-1979”. Sigue leyendo