El trozo de becerrillo

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La supervisora encontró a Benito comiendo aquella carne cocida de becerro que se le hacía tan familiar. Benito, descubierto, sólo atinó a hacer una sonrisa nerviosa. Él era una de esos muchachos de provincia que se había venido a la capital a trabajar duro y, en el camino, alcanzar fortuna. Se consiguió un empleo en una recientemente inaugurada clínica privada donde los pudientes mandaban a curar a sus familiares enfermos.

En su calidad de mozo, Benito se encargaba de servir a las distintas habitaciones que le indicara la señora Marga, una mujer ya mayor y con carácter autoritario que verificaba el valor proteico de las dietas requerido y que sean servidas en forma apropiada. Poco a poco, el muchacho, con su gracia y dedicación, se ganó la confianza de los cocineros, ayudándolos incluso a preparar ciertos platos y manejar el almacén de alimentos.

Cierta tarde, a la hora del almuerzo, Benito entró en la cocina con mucho sigilo. Si bien las reglas de la clínica permitían a los empleados comer fuera de la institución, el pícaro mozo había observado el pedido de alimentos que había sido puesto en el almacén aquella mañana, en especial un gran trozo de carne de becerro que le hacía agua la boca.

Como los cocineros aprovechaban su tiempo libre, nadie más estaba en la cocina, así que Benito cogió la llave del almacén, abrió la puerta, sacó un pedazo considerable de carne, cerró y luego se puso a cocinar el becerro. Se lo sirvió con una ración de aguadito y se propuso degustarlo. Pero ni dos minutos corrían cuando doña Marga entró en la cocina, extrañada por el ruido y el olor que de allí salía.

Benito se puso blanco de la sorpresa pero, al preguntar la supervisora por la sospechosa carne, recuperó el aplomo y la invitó a probar del plato. Doña Marga tomó cuchillo y tenedor y comió de la carne que le ofrecía el pícaro mozo, expresando su satisfacción que estuviera tan rica. Entonces, Benito le dijo que “el trozo de becerrillo, si se sabe tan bien, es porque es de mi tierra”. La señora rió un poco y después, con su característico semblante endemoniado, al mozo le espetó: “¡y a tu tierra volverás!”.

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