La rosa de Carla

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La tristeza no se le quitaba. Alberto iba más de tres horas en el bar de aquel alejado muelle. Entre copa y copa, no dejaba de traer a su memoria la voz de su amada, la que había fallecido hace menos de un mes. Cuando dirigía el enésimo trago hacia su boca, alguien sujetó su brazo para impedirlo.

-“¿Qué haces aquí Neto?”, renegó Alberto.

-Pues, hombre, rescatarte del vicio. Salir de tu casa sin rumbo no es algo normal. Así que nos calmamos y nos vamos de este lugar.

Camino un rato por el malecón, llevando a Alberto cogido del brazo para evitar los zigzagueos de su estado.

Alberto se soltó de su súbita compañía. La marea del licor dirigió sus piernas hasta el pequeño jardín colindante al precipicio. Viendo hacia abajo el acantilado, se asustó y cayó sentado hacia atrás, en el pasto. Corriendo, venía Neto.

-“Eso estuvo cerca, estúpido”, recriminó Neto.

-Ya no quiero seguir así, no sin Carla. Desde el día que la atropellaron, el dolor de no verla, de no sentirla, agobian mis sentidos. Será que yo mismo terminé esta agonía.

Me levanté y caminé al abismo, recordando la rosa que aquel fatídico día le regalé.

Alberto miró otra vez hacia abajo y abrió los brazos. La brava mar lo atemorizó y quiso girar su cuerpo. Pero Neto lo contuvo y colocó algo en el bolsillo de su saco. “Pensé que te habías decidido”, susurró. Empujado por su amigo, Albertó cayó a las aguas, ahogándose en el océano azul. Y una rosa, la rosa de Carla, sobre las olas flotó.

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