Archivo de la categoría: Fragmentos literarios

Breves creaciones literarias del autor

Alma poluta

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Encerrado estás
respirando el aire contaminante,
aire que no es físico
sino que poluta tu alma
convertida en mísero basural.

Alma en profundidad
que no es más pozo
de anhelos y alegrías,
mas bien es cilindro corroído
por el relave de tu amargura.

Claustrofóbica sombra envenenada
por barreras de soledad,
muros inquebrantables
con el único escape
de tu afectada voluntad.
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Reencuentro (parte final)

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Esa mañana se despertó y se acercó al espejo. No podía creerlo. No podía creer que su deseo se convirtió en realidad: el espejo no emitía ningún reflejo suyo. Marcelo, desesperado ayer y emocionado hoy, se arrodilló ante el espejo y agradeció a Aquel, quien compadecido de su angustia le había hecho este regalo de cumpleaños tan especial. Sí, este regalo de cumpleaños, porque hoy cumplo veinte años y no hay cosa mejor.

Pero este no fue un buen día para mí. Cierto es que mi imagen no la veo ya en el espejo pero tampoco puedo sentir los rayos del sol, a pesar que a través del ventanal miro a la gente con ropa veraniega por las calles de mi ciudad. Trato de coger uno de los libros pero se me dificulta la tarea. Cuando creo tenerlo entre mis manos, se me escapa. Entonces caigo en la cuenta que, aunque no estoy débil, me siento ligero.

Si es así, me pregunto por qué estoy aquí. Mi condición escapa a lo que había imaginado, así que decido volver al consuelo que son los libros. Encuentro aquel libro de filosofía que, no sin dificultad, coloco entre mis piernas; y aunque lo leo, no puedo entenderlo ante las evidencias de mi situación que resultan, a todas luces, contradictorias.

Fue en uno de esos momentos de divagaciones en que, distraído, no presté atención a que mi madre entró en el ático. Seguramente, alertada por los gritos intentó subir ayer y que, vencida por mi voluntad de no dejarme ver, se rindió ante la posibilidad de tomarme por sorpresa temprano en la mañana. Y se estremeció también cuando aquel viento helado se coló en su alcoba. Y allí estaba ahora, frente a mí, con el rostro pálido y sin dirigirme palabra.

En ese momento me dirigí hacia ella y, entonces, todo ocurrió. Mi madre se desvaneció y yo corrí hacia ella pero, por más que quise, no pude levantarle. Al instante, sonaron pasos que subían hacia el ático. Me escondí de tras de unos libros, temeroso que ellos descubrieran mi condición. Una vez que la examinaron, rompieron en llanto y se la llevaron. Apenas vi que bajaron, salí de mi escondite y pude oír claro.

Marcelo. Marcelo. Sí, era su voz. Cuando volteé a mirarla no me quedó duda que era ella, que era mi madre. Sí, mi madre. Que era ella la persona que más quería y la única que podía sacarme de aquí.

Tomado de su mano, atravesé el ventanal y traspuse este mundo. Y lo último que pude comprender es que no sólo es un reencuentro para siempre. Sino que es, para siempre, un reencuentro. (29-12-2006) Sigue leyendo

Reencuentro (parte uno)

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Ciertamente, no fue un buen día para Marcelo. Se había empeñado en comprender aquel libro de filosofía que estaba en el ático, pero su ánimo no le ayudó a leerlo sin reservas. Han pasado ya tres meses de aquel accidente en que se encontró involucrado. Las voces y los sonidos distorsionados ya no lo atormentan mas sigue viendo las heridas que le dejó aquel día.

Una semana después de este infortunio decidió irse al ático. No podía soportar ver a su familia sufrir lo indecible por él. Además de procurarle un grato espacio, a Marcelo le gustaba explorar la pequeña biblioteca de su padre, herencia de sus abuelos, y leer los centenarios volúmenes de cuentos y novelas. Algunas veces era reprochado por su padre cuando niño. Cierto es que todos conocían su carácter extrovertido y travieso pero temían que Marcelo se perdiera entre esos libros para siempre. Sí, para siempre.

La decisión de vivir en el ático no fue un capricho. Todos compartían su sufrimiento pero era especialmente su madre quien más lloraba por él. Y cómo no, si para Macelo era la persona a la que más quería y, sólo asomar sus ojos, se sentía voluble y desarmado. Por ello, su voluntad de vivir en el ático. Por ello también, su voluntad de no ser visto.

El ático le pareció perfecto. Además de la biblioteca, el ático tiene un amplio ventanal hacia donde el sol dirige sus rayos. Marcelo sentía su energía y no podía estar menos que agradecido a esos rayos que le devolvían la esperanza. Sin embargo, le tenía temor al alto espejo que está al lado opuesto del ventanal. A medida que pasaban los días, el lapidario espejo le mostraba las llagas y cicatrices que eran más y más visibles.

Aquel primer día ante el espejo, Marcelo no pudo dejar de llorar. Llorar no precisamente por él, sino por los suyos, aquellos a los que pidió resignar su dolor puesto que quería enfrentar el suyo para poder recuperarse. El tiempo pasó, y Marcelo comenzó a acostumbrase a mirar sus llagas. Pero no fue fácil. En ocasiones, negaba que esas cicatrices fuesen las suyas sino que eran de otro, de otro igual a él y que él no estaba allí sino que estaba con su familia, vestido con ropa nueva, feliz de compartir su alegría.

Uno de esos días, sin embargo, su crisis fue severa. Marcelo no soportó ver su imagen en el espejo y entró en una profunda depresión. Empezó a gritar, ¡a llorar! No podía controlar su desesperación pero tampoco permitió que nadie subiera, ni siquiera para escucharlo. Aquella noche, Marcelo deseó de corazón no verse nunca más reflejado en el espejo. Aquella misma noche de verano, la ciudad sintió aquel inusual viento helado. (continúa) Sigue leyendo

Los novios difuntos (parte final)

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Luego de comprometidos y muy cerca de casarse, la llamé aquel fatídico jueves. Ana contestó un tanto apurada y me dijó qué quería saber pues Marco la estaba esperando, y como siempre dije que quería saber cómo estaba. “¿Eso nada más?” inquirió, y yo no pude contener más mi silencio. “Te amo, entiende por favor: estoy enamorado de ti”, exclamé. Ella calló un rato, luego la oí llorar. “Lo siento”, susurró. Colgando bruscamente el teléfono, me dejó con un nudo en la garganta.

Era viernes por la noche, y seguía lamentándome aquella desafortunada acción. Debajo de mi puerta, alguién deslizó un parte y, al leerlo, mi corazón latió desesperado, y lloré, lloré largo y amargo: ellos habían muerto, y sólo me quedaba vestirme y dirigirme hacia el velatorio. El cuadro que encontré al llegar fue simplemente desolador: caras tristes y miradas, miradas ausentes de la realidad. Las amigas de Ana lamentaban que sus estudios se hubieran truncado de ese modo, y los pocos allegados de Marco lloraban sinceramente su partida.

Atónito, di el pésame a los padres de Ana y, reconociendo a uno de nuestros amigos en común, pregunté los detalles del lamentable hecho. Me mencionó que ellos salieron raudos aquel jueves, que se los veía alegres, y que llegando a una avenida principal, Marco maniobró la moto ante la intempestiva aparición de un coche, pero no pudo esquivar al camión que iba directo hacia ellos: salieron volando, y su cadáveres ensangrentados quedaron tendidos en la pista. No pude soportar oir más, y pedí a mi ocasional narrador que callase.

El sábado ocurrieron cosas inusuales. La sala fue desalojada y entraron dos trabajadores de la funeraria junto con otros dos desconocidos para todos, menos para los padres de Ana. Cuando me acerqué a los ataúdes para ver qué había pasado, observé que los cuerpos tenían colocados los anillos de bodas. Pude considerara aquello como una deshonrosa afrenta; sin embargo, comprendí de inmediato que no había motivo para estar disgustado.

Como el velatorio era cercano a los domicilios de los difuntos, al mediodía los féretros fueron llevados, primero, a la casa de Ana. Allí la procesión se despidió, llevando a Marco a su vetusta vivienda donde sus vecinos lo esperaban. El domingo, el féretro de Marco regresó a la casa de Ana, y juntos fueron llevados a su última morada, y juntos fueron enterrados, él a la izquierda de ella. Escuchaba decir a todo el mundo “ahí descansan Marco y su esposa”.

Hoy después de mucho tiempo, y a pesar de las circunstancias que nos alejaron, no dejo de pensar si Dios dispusiera de mi vida, para encontrarme otra vez con ellos. (Mayo 2002) Sigue leyendo

Los novios difuntos (parte uno)

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Hoy, que me encuentro frente a sus sepulturas, no puedo menos que pensar que he quedado un poco más solo de lo que estaba. Miro las flores que he llevado: hermosean vivaces, pero después marchitarán. Ellos eran tan iguales a las llamas de las velas; empezaron a crecer cuando súbitamente se apagaron. Lo más extraño es que me siento culpable de dos muertes que no cometí, me pesa tanto no sentirme tranquilo, por eso quiero confesar mi desgracia si eso puede calmar mi alma.

Ana María y yo éramos amigos inseparables de la infancia, habíamos cruzado juntos los umbrales de la adolescencia y conllevamos los problemas del otro escuchándonos y comprendiéndonos mutuamente. Conocía a su familia y me tenían en alta estima, anhelando que me integrara a ellos. Eso pudo haber sucedido, de no ser porque ella encontró a Marco Antonio en circunstancias por demás peculiares.

Aquel viernes, regresando contenta con él, me dijo que paseaba por calles inhóspitas cercanas a su casa, cuando un delincuente empezó a acosarla. Ella no corría muy rápido y el fascineroso ya la iba a alcanzar; entonces apareció Marco, y luego de una pequeña pelea redujo al acosador, llevó a Ana a su miserable pensión y, después que se calmó, la acompañó hasta su casa.

A pesar que su sucia pinta y sus viejas ropas, me inspiraban algo de desconfianza -e incluso terribles celos-, no dejé de agradecer a Marco por su buena acción. Esto sorprendió mucho a la familia de Ana. Es así como ellos empezaron a verse, visitándola él muy a menudo, y aquel día que se besaron por primera vez, me lamenté haber muy tarde descubierto que no sólo la quería como una amiga.

Sin emabargo, no fue hasta cierto episodio que el alejamiento se hizo patente. Era un tarde-noche de otoño en la casa de Ana, y había estado algo resfriado, y a Marco se le ocurrió contar un chiste muy celebrado que nos hizo reír a todos los presentes. Por el contrario, yo tuve tan mala fortuna que la risa me causó un acceso de tos y arrojé una verde y babosa mucosidad. Sentía el ridículo, y más aún cuando no cesaban las carcajadas de Marco: eso me sublevó el ánimo y quise pelearme con él, pero me contuvieron. Finalmente decidí irme, y mi amistad con Ana comenzó a enfriarse.

Los días pasaron y las semanas también, transcurriendo cerca de diez meses. Durante aquel tiempo, Marco empezó a demostrar que podía ser un buen partido para Ana. Primero consiguió un pequeño trabajo -que le deparó gran progreso personal- y, mientras ella y yo estudiábamos en la universidad, los padres de mi aún amiga lo ayudaron en su educación, debido a sus escasos recursos. Ante los fallos y tristezas, era ahora él quien la consolaba, y pasaron de enamorados a novios oficiales: todo esto con gran pesar mío.

Una vez consolidada su relación, ya sólo me quedaba preguntar sobre ella por teléfono. Es así que, llegado el cumpleaños de Marco, los familiares de Ana le regalan una reluciente moto. Bastó un curso intensivo de manejo para que ellos empezaran a salir y pasear en su nuevo transporte. Se veía que disfrutaban esos momentos tan felices, pero el destino les jugó un terrible episodio. (continúa) Sigue leyendo

La ruta de Miriam

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Parecía ser capaz de decirlo, pero algo extraño me contuvo. ¿Por qué tuve que hacer eso? ¿por qué ante Miriam? Ella, cuyo único pecado había sido el de seducirme con su mirada. Bastó estar sentado en una banca cuando Miriam pasó, para sentir, desde ese día, los latidos acelerados de mi corazón, consecuente con aquella tierna mirada.

Jano no tenía forma de encontrarla en los cursos, y eso le hizo sentirse impotente y desesperado. Se le pasaban las tardes sin clases tratando tan sólo de recrear ese momento; sin embargo, aquel día en el paradero, ese destructivo sino se disipó: Miriam subía a un transporte, el mismo que iba parte de la ruta hacia su casa. Para su mala suerte, esa noche se encontraba cansado y reaccionó tarde: observó, como cualquier otro espectador, cuán rápido el colectivo se alejaba.

A pesar de eso, no cejé en mi esfuerzo por volver a tener una oportunidad como la perdida. Días después, en que írritas tardanzas impidieron que me la encontrara en la esquina, pude cumplir la primera parte de mi cometido, así me haya costado el clamor popular:

– Disculpa, amiga. Siéntate.
– Gracias, pero estoy bien parada.
– ¿Estás “bien parada”?
– Sí, aunque… creo que es mejor que me siente.

“¡Desconsiderado con los viejos!”, alguien requintó. “Vaya. ¿Qué pasa? ¿qué he hecho yo?”, protesté. “¿No ve que hay una anciana que no encuentra sitio? ¡Y encima hace sentar a una joven!” Me equivoqué, y debo decir que poco faltó para que me lincharan. Me encontraba temeroso, mas su sonrisa cómplice me devolvió la confianza.

Así fue como comenzó una relación amical y, aunque ella le gusta, Jano no sabía cómo explicar ese sentimiento nuevo que empieza a nacer. Pasaron cerca de cuatro meses, tiempo en el cual el ciclo languideció: muchos días los pasaba aciagos sólo de no encontrarla. Le mandó un e-mail, y Miriam le dijo que había decidido salir más temprano para estudiar, en el cálido hogar, las materias menos entendibles.

Por fin, días después, acertó a subir con ella al bus y, afortunadamente, encontró dos asientos juntos vacíos. Jano se sentía sublime, todo parecía perfecto: lo que pasó -odioso es decirlo- fue algo que ni siquiera imaginó.

El microbús marcha lentamente, como invitando a un momento especial: empecé a hablar de los cursos, y del intento que hacía por entenderlos. Ella, opinaba sobre uno de sus trabajos recientes. Entonces, el cansancio de aquella tarde me jugó una mala pasada: mientras ponía mi brazo detrás suyo, empecé a soñar despierto, imaginando un momento feliz.

– Te amo.
– ¿Qué dices?

Reaccionando, sólo atine a decir “no nada, sólo que mira: allí está la próxima parada”. Anuncié al cobrador que estabamos prestos a bajar. Luego de pagar los pasajes y pisar la acera, me sentí avergonzado a su lado, mas ella no parecía estar turbada. “Allí viene mi segundo carro”, dijo Miriam. “Adiós, nos vemos mañana”.

Jano no respondió. Lentamente aceptó el designio, a pesar de su pesadumbre. Después de cruzar la pista, una lágrima surcó su mejilla.

(Escrito un día entre 1999 y 2004) Sigue leyendo

Fracasada timidez

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No hay palabra mejor dicha que aquella que siente el corazón y las acciones grafican. No esperaba encontrarme con Nivia, y mucho menos su reacción. Al acercarme a saludarla, el corazón -tan quieto, tan normal- se desbocó a mil por hora. ¿No era que debía olvidar? ¿O acaso este fue otro flaco favor a mis intentos? De cualquier forma ya me encontraba frente a ella, y lancé un comentario absurdo pero astuto: levantó los ojos, trasladándolos del libro hacia mis ojos.

Su asombro, sin embargo, no fue mayor que el mío: luego de abofetearme sin un por qué, me estampó un beso en la boca, largo y suave, el que completó con una dulce frase. “Ansié volver a verte todos estos meses”, dijo con voz apenas audible, pero lo suficiente para encender la pasión y, sujetándola por la cintura, le correspondí con muchos besos terriblemente esperados.

Y me la llevé lejos, a un lugar solitario. Mi razón confundida se muestra, y el corazón disuelve mi lucidez, me impone y obliga sus deseos. Nivia, comprendiendo mi sentimiento, me detiene con su rumorosa voz, aunque sabiéndome provocado por su pelo negro y su generoso cuerpo. Siento entonces el viento de las seis, que enfría mis emociones y despierta mi cerebro. Se coloca su abrigo y nos retiramos del sitio.

Inquieto, camino a su lado, avergonzado por perder la brújula y decepcionado por no concretar los esfuerzos del corazón. Una vez en el paradero, ella coge mi mano con inusitada aprehensión. “¿Cuándo te volveré a ver?”, me inquiere, mientras veo luces brillantes aproximarse por la avenida.

Yo sólo atino a verla fijamente, a ella, tan preciosa y adorable, que se desespera, pues ya blande la mano libre hacia el transporte. Siento el soltar mis dedos, y mi silencio calla sus gritos y la inesperada niebla oculta sus lágrimas. Luego que se aleja, mi interior se detiene: no es desidia, es culpa. Culpa de mi fracasada timidez. (29-03-2007) Sigue leyendo

Confesión a Jenny

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Parecía otro día normal en el chat. La conversación se desarrolló fluida hasta el momento en que le habló de su requerimiento: él se sorprendió que su amigo le pidiera algo como eso, mas no quiso cuestionarlo. Le dijo que lo haría.

Un rato más tarde, empieza a preguntarse por la causa del pedido.

– Esto no tiene sentido. Ni siquiera la ha visto o se ha contactado con frecuencia con Jenny, no encuentro la lógica. ¿Será cierto que…? ¿O alguien más está interesado en ella?

Con más dudas que certezas, y una teoría rondando su cabeza, él cree que es necesario plantearle la interrogante a Jenny, mas no sabe ni cómo decirlo. A pesar de eso, trata de imaginar los posibles escenarios para que su solución sea factible.

Decidí ir a su colegio, aún cuando sabía que ella estaba en época de exámenes. Me acerqué para platicarle durante el break, pero la lectura de no-se-qué-materia la tenía un poco angustiada. Con sutileza, opiné que era mejor vernos a la salida para no tener molestias. Estuvimos de acuerdo, pero así no fue.

Mientras anochecía, esperaba que saliera. Como supuse, se apareció con algunos amigos; apenas me vió, me hizo una seña para que la siguiera: así lo hice, aunque guardando la distancia para que nadie sospechara. Observé como se despedía de ellos en el primer paradero y continuaba su camino. Fue entonces que aceleré el paso, y la alcancé para plantearle el “grave” asunto. No he podido explicarme por qué en ese momento volteé la cabeza y miré, pasmado, que su bus se acercaba. “Oh, no”, exclamé. “Oh, sí”, replicó Jenny.

Me preguntó si iría con ella, pero no tenía mucho dinero. Nos despedimos y miré el reloj: inconcebible creer que el bus llegara media hora antes.

– No tiene sentido algo así. ¿Qué rayos pasó?

Mis sospechas se esclarecieron en poco tiempo. Tuve la claridad para creer que sólo debía exponerle la pregunta y no evitar que entráramos en una situación comprometida. Había intentado desafiar aquel futuro, siendo sorprendido por una situación fácil de prever que no tomé en cuenta. Parecía como si las fuerzas del caos me hubieran escogido como la persona que produciría una tragedia: una tragedia que no está en mis manos controlar.

Sintiéndose derrotado, llega a su casa y piensa acabar con todo. Él sale y se dirige a un teléfono público. Mientras descuelga el fono, piensa si pudo haber actuado de un modo mejor.

– Hola… Bien… Sabes, quería decirte que…

(29-04-2004) Sigue leyendo

He olvidado

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He olvidado el olor de las flores y el pasto fresco a mi alrededor.

He olvidado el firmamento gris y el viento que lentamente mueve tu cabello.

He olvidado la persistencia del sol por imponerse ante las súbitas nubes.

He olvidado la maravillosa vista que proponía el acantilado y también los rostros de los infantes que jugaban contentos.

He olvidado eso y mucho más, pero no he podido con el recuerdo de tu mirada y tu sonrisa, tu alegría y tu calor, tu ánimo y tu corazón.

Pues tu recuerdo es presencia que quita y da sentido a todo lo demás. Sigue leyendo

Papel arrugado

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“Por lo antes expuesto, no tengo la menor duda en admitir que mi mudanza era necesaria para proteger la integridad física de mi familia…”

El gesto adusto hizo palidecer al joven mensajero quien, sin embargo, continuó leyendo de la forma más tranquila que podía: “… y es así que me marcho de la ciudad en el último tren de la tarde, no sin antes expresar mi gratitud por las muestras de cordialidad durante mi corta estancia”, y, pues, luego viene un saludo de despedida y el nombre del señor P***.

– Continúe, por favor.

El joven, desconcertado, dudó en hacerle caso; retirando el papel de su mirada, apreciaba ese mismo gesto adusto, ese gesto que ahora le infundía temor.

– Continúe – dijo el señor.

Su imagen sombría y el sentirse obligado a no revelar el misterio detrás de las palabras lo mantuvieron en silencio. A una señal, dos hombres fornidos lo sacaron arrastrado de la sala. Sonaron dos disparos.

En la calle, a pocos metros, alguien encontraba una pistola y un papel arrugado. (22-06-2004) Sigue leyendo