Para Darío, eso fue como un shock, se paró, y empezó a revivir poco a poco las imágenes de aquel fatídico día. Sintió una debilidad en el pecho e hincó una de sus rodillas en tierra para o caerse del todo. “No puede ser”, exclamó con hondo pesar.
Se seguía repitiendo que no era cierto, que no era posible. “¿Cómo es posible que el doctor y las enfermeras me vieran?”, preguntó esperando una esperanza. Entonces, Rodríguez apareció inmediatamente, terminando con sus dudas: “Maté a las enfermeras y me suicidé”.
“Siento haberte confundido”, se disculpó. Terminó por convencerse, miró a su abuela y la abrazó con mucho más fuerza. Luego, volvió la vista a José, su tío. “Necesitaba el tiempo para redimirme”, explicó con cierta ambigüedad, ahora ya podemos irnos todos juntos”. “Esperen”, los detuvo Darío.
Luis se levanta de la cama y va al baño. De pronto, camina discreto hacia una de las ventanas de la pared del comedor. Sus padres, medio somnolientos, van a darle el encuentro y observa que Luis está riendo. “¿Qué te pone tan contento?”, preguntó su padre. “Nada, papá”, dijo el niño negrito y volvió a mirar a la pared, despidiéndose con un guiño risueño.