Rodrigo llegó al punto de reunión y se sentó en la banca frente a la sala de estudios. Pasaron diez, quince, tal vez hasta veinte minutos antes que se percatara que Emilia probablemente no vendría. Así que decidió entrar en el aula, y escogió una mesa lejana a la puerta para desarrollar con mayor comodidad las tareas de otros cursos.
La calculadora comenzó a hacer maravillosos cálculos y resultados que el lapicero describió en trazos precisos que anotaba sobre el papel. De pronto, una inusitada agitación rompió la susurrante calma del ambiente. Rodrigo levantó la mirada solamente para dar un pequeño guiño al evento sorpresivo, pero ‘algo’ en ese atisbo le devolvió la cabeza en dirección hacia la puerta.
Quizá había imaginado la ondeante cadencia de su cabellera al caminar y también ese polo celeste sin mangas que dejaba ver sus ágiles brazos, pero nunca pensó que Emilia se vestiría aquella ceñida y corta falda negra que, al dejarlo sin aliento, hizo que al joven se le resbalaran los anteojos a medio poner por tamaña desconcentración.
“Hola Rodri”, dijo ella algo apurada, “sorry pero es que no sabía bien qué ponerme”. “Descuida”, comentó él aún reponiéndose, “se te ve muy bien”. Rodrigo se aprestaba abrir uno de los libros para empezar con la explicación, cuando Emilia le pasó su cuaderno abierto junto con una frase que de golpe lo devolvió a la cínica realidad: “¿me dejas copiar las respuestas?”