Como vivía cerca, dejaron a la compañera de Beto en la puerta de su casa, mientras que Vero y su otra amiga habían decidido pasarla más tiempo con los muchachos ya que el plan era volver con ellos a la ciudad. Llegaron a la casa de Julio, derramando desternillantes risotadas en medio de balbuceos por hacerse entender mientras subían en constante zigzagueo por la escalera que daba a la cochera.
En tanto que Beto cerraba la entrada del garaje, los otros cuatro alcanzaron los sofás de la sala, tomaron un breve aliento y empezaron a mirarse extrañados. “¿Y ahora, qué hacemos?”, preguntó Vero con tono seductor. Coco no tenía forma de pensar mucho así que empezó a besarla con alcohólica pasión. Treinta segundos después, Coco dijo “vamos adentro”, y se la llevó del brazo hacia el cuarto de la derecha.
Al alejarse, observó cómo Julio seguía su ejemplo y no perdía mucho tiempo en convencer a su acompañante con lentas caricias. Ya en el dormitorio, Coco y Vero se dejaron caer sobre la cama en medio de roces, besos y la ropa que volaba. Sin embargo, discretamente parado ante la puerta entreabierta, una silueta miraba lo que ocurría dentro. Tan sólo estuvo unos segundos y luego se alejó.
Afuera de la casa, dentro de un auto con lunas polarizadas, un celular empezó a sonar. Un tipo fornido, cuya cara estaba cubierta con un pasamontañas, contestó: “ya es hora”, habló la misteriosa voz al otro lado de la línea. Apresurándose para que el primer albor del día no los descubra, él y dos encapuchados más, armados con pistolas y municiones, bajan del vehículo y se dirigen a la puerta principal.
Uno de ellos abre la puerta de una sola patada, y corren por la cochera hasta subir por la escalera. Los muchachos se han percatado del sonido de la puerta forzada pero no están muy conscientes. “¿Qué sonó?”, inquirió Vero. “No es nada”, respondió Coco, sólo para ser sorprendido al segundo siguiente: alguien le tocó en el hombro y, cuando quiso voltear a ver, un golpe seco lo dejó privado.