La espada de la codicia

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“Acampemos”, la voz dirigente de Euladio resuena en sus hombres que, tras una extenuante caminata, ponen las rodillas en el pasto y empiezan a preparar el alimento. El caudillo se dirige hacia el sacerdote y le pide que ofrende un becerro a los dioses. “Bien”, habló el vidente, “desenvaina tu espada y prepara el altar”.

Euladio observó sobrio aquel acero que, cada vez que lo tomaba entre sus manos, le otorgaba la indiscutible victoria. Degollado el animal, y derramándose su sangre, el anciano hizo una mueca de profundo desagrado. El caudillo se preocupó sobremanera y la preguntó qué había visto. “Traición”, dijo convencido.

Luego de comer la carne asada, Euladio se echó en el suelo. Recostando la cabeza entre sus manos, recordó el momento fatídico en que hizo suya la espada: Eulogio siendo estrangulado por sus manos sólo para arrebatarle el fetiche. La ambición desmedida de su viejo amigo lo había empujado a ese final.

Mas la codicia por el poder sólo se reflejaron en sus ojos, traspasando el ancestral vicio que quería eliminar. Al coger la espada, Euladio se dejó influenciar por esa sensación de poder única que ya no quiso abandonar. Y ahora estaba allí, con el miedo instalado, esperando el augurio de la escena repetida.

El caudillo se levantó y ordenó a la tropa continuar la marcha, avanzando por un sendero algo elevado y cuya pendiente terminaba en un suelo cenagoso. Los hombres caminaban con cuidado por el sendero; sin embargo, el vigía avistó a un grupo de enemigos, obligando a Euladio a retroceder para obtener una mejor posición.

Pero los otros se dieron cuenta y cortaron la ruta de escape haciendo el enfrentamiento inevitable. Así, el caudillo dividió a su gente en dos grupos, lanzando al primero a atacar al adversario mientras intentaba huir bajo el resguardo del segundo. Fue en ese improvisado recorrido que el pie se le atascó y trastabilló mientras sentía una mano apoyándose sobre su hombro.

Euladio intentó salir de la ciénaga, mas descubrió que sus piernas tenían poca facilidad de movimiento. Janos, su segundo, se le acercó y le extendió la mano al borde de la tierra firme: “señor, tome mi mano”, dijo. Pero el caudillo observó en sus ojos aquella misma codicia que lo empujó al crimen.

Mirando hacia su mano, vio que no había soltado el fetiche de Eulogio, la verdadera razón por la que Janos quería “salvarlo”. Entonces Euladio se echó a los brazos de la muerte mientras veía cómo se hundía la espada de la codicia.

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