Gómez examinó el cuerpo mientras León tomaba fotografías de la escena del crimen. “Identificación: María Rodríguez”, señaló el detective al hallar la tarjeta de la víctima. “¿Qué se ve allí?”, preguntó León indicando el cuello de la occisa. Gómez movió un poco el cuerpo para que el forense lograra captar la imagen de la mordida de dos colmillos.
“El animal que haya hecho esto”, opinó Gómez, “debe haber sido muy cuidadoso. No quedaron rastros de sangre”. León hizo una mueca de extrañeza, y más bien se aventuró en esbozar una teoría: “pienso que fue un vampiro”. El detective, incrédulo, echó sonoras carcajadas. “¿Un chupasangre, en esta ciudad?”, rió de nuevo. Gómez lo conminó a dejar de lado esas fantasiosas conjeturas y buscar pistas en la declaración del testigo.
Ya en la delegación, ambos empezaron a interrogar a Enio de Almeida, el hombre alto y bien parecido que vio por última vez con vida a la infortunada. Había llamado unos minutos después del deceso, desde el paradero penúltimo de la línea de buses de la calle 38. Según su versión, ella se alejó de la esquina para llegar a la parada final y, a una cuadra de allí, fue atacada por un desconocido.
Gómez tenía cierta corazonada pero no tenía forma de acusarlo. El testigo pidió ir al baño, momento que aprovechó el detective para hurgar en el saco que Enio había dejado en la silla. Pasados diez minutos, Enio volvió de los servicios, y Gómez le mostró la pequeña bolsa con hierbas que encontró en el bolsillo izquierdo.
“Quién sabe si es coca u otro estimulante”, sugirió el detective. De Almeida tan sólo esbozo una sonrisa sarcástica: “Mas bien creo que eso no le servirá de mucho, detective”. Entonces, León, que había salido un momento, entró en la sala con el rostro desencajado: hallaron otro cuerpo con las mismas características a veinte cuadras de la comisaria. “Y esa hierba es eucalipto”, lo contrario el forense.