Una mañana absolutamente normal se convirtió en un infierno cuando cuatro aviones comerciales fueron secuestrados por fundamentalistas islámicos. Dos de estos impactaron contra las torres gemelas del World Trade Center, un tercero contra el Pentágono y el último se estrelló a tierra tras la valerosa reacción de sus pasajeros.
El posterior derrumbe de los dos edificios dejó una estela imborrable de muerte y desolación. Los Estados Unidos entendieron, de forma trágica, que no vivían en una burbuja de seguridad. A la par que se comenzaba con las labores de rescate, se buscó culpables a los cuales castigar con todo el peso de la ley.
Sin embargo, las formas no fueron lo suficientemente éticas. Tras derrocar al régimen talibán del gobierno afgano, por sus vínculos con la red terroristas Al-Qaeda, las falsas pruebas de arsenal nuclear en Irak, llevaron al fin de la dictadura de Saddam Hussein pero sentaron endebles bases democráticas en el desangrado y violento país árabe.
Con la guerra impopular, los cuestionamientos cada vez más críticos y el recorte de derechos de la ley Patriota en nombre de la seguridad, el liderazgo estadounidense perdió credibilidad en el mundo. Diversos líderes, impulsados por la influencia de sus recursos energéticos o armas de destrucción masiva, han atacado el argumento de la hegemonía americana y quieren configurar una primera etapa de poder multilateral.
Pensar que esta situación no hubiese ocurrido de no ser porque personas como George W. Bush hubieran actuado no sólo con firmeza sino también con el compromiso de guiar esta lucha contra el terror bajo parámetros de confianza. Sin embargo, la política de “conseguir sin importar el costo” hizo que perdiera la oportunidad histórica de consolidar una buena política exterior.
Corresponde, entonces, a los ciudadanos del mundo entender que los cambios venideros deben pasar por restablecer la confianza perdida en el alma humana y utilizarla en beneficio de las generaciones de esta nueva era.