La tortuga y su caparazón

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Para variar, éste resultó ser un viernes 13. Como antesala de un San Valentín pródigo en celebraciones, tuve que conformarme con realizar otras actividades distintas a las habituales, debido a la poca afluencia de público en el despacho de pedidos. Y vaya si esas otras actividades me tuvieron ocupado porque había que ordenar cajas, buscándoles el mejor espacio posible, y rellenarlas y cerrarlas si habían sido abiertas por error.

Pero creo que lo más incomprensible del todo es sentirme siempre enfermo para catorce de febrero: síntomas tales como desorientación, euforia estimulante y sobreestimulada, furia contenida que revienta (“está asado”, diría Williams) y, sobre todo, tristeza depresiva, describen un cuadro clínico fuera de todo entendimiento médico, pero que el hombre de a pie bien interpreta como mal de desamor o melancolía.

Es cierto que me gustaría ser un muchacho más aventado y avispado para situaciones románticas con el sexo femenino, pero no puedo negar que sigo siendo un pánfilo aburrido que te habla de los mismos temas de la semana, y que a la hora del cortejo, prefiere ser espectador de otro a impulsor de la propia historia. Así es que las pocas oportunidades que tengo se me pasan por las narices y no soy capaz de discernir lo que ellas significan.

Hubo una vez en que una chica me pidió que la acompañara al paradero, y yo esgrimí una razón, que no viene al caso mencionar pero pienso que para la mayoría la consideraría absurda, por la cual dije que no. Cómo saber si iba a suceder algo o no iba a suceder, si justamente yo no estoy presente para hacer que las cosas sucedieran. Al final, lo que pudo ser un “todo por ganar y poco que perder” se convirtió en un rotundo fracaso que hasta hoy me duele.

De hecho que en los años venideros tendré ocasiones como las que he descrito, o tal vez sean más alocadas. El punto es que no puedo darme el lujo de tener miedo sólo porque pienso en fallar: fallar es, en sí, vivir con esta mísera conformidad de mantener un status quo rígido por sobre una flexibilidad del arriesgarse a lo nuevo. Y si se cometen errores en el camino, reconocerlo: no ser la tortuga en el caparazón, sino la tortuga que enfrenta a la liebre… y la vence.

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