“¿Cómo que no lo sabes? ¡Tú eres la bestia, la que ha secuestrado a nuestros hijos! Dime ya dónde está mi hijo”, gritó furibundo Tomás esperando una respuesta muy directa. “Tomás, te lo juro: no lo sé”, clamó Alberto al sentir miedo de su vecino. Tomás agarró la escopeta y apuntó hacia Alberto: “¡dime ya dónde está mi hijo!”.
Como Alberto repitiera que no sabía, le disparó hacia el hombro desde fuera de la improvisada jaula. El hombre lobo apenas si esquivó el mortal estallido. “La próxima no fallaré”, dijo Tomás atribulado y decidido. “Escúchame, escúchame bien: te diré cómo encontrar a tu hijo, pero debes confiar en mí”, dijo Alberto agarrando ansiosamente los maderos de su celda.
Tomás, viendo que no obtenía nada con amenazas, decidió escucharlo. Durante varios minutos los dos hombres tuvieron una charla en voz baja. Algunos intentaron acercarse para conocer el plan, pero Tomás los ahuyentaba con su escopeta. Una vez que terminó de hablar, se le acercaron los demás para preguntarle sobre lo que iban a hacer con Alberto.
“Ustedes no harán nada. Más bien, él me ayudará a tener a mi hijo de vuelta”, respondió el hombre y sus vecinos quedaron desconcertados. Su estupor aumento cuando, a la caída del sol, Tomás sacó de su casa una soga y algunas prendas de Juanito. El hombre liberó a Alberto, no sin antes amarrarlo con la soga por el cuello.
Al oscurecer el cielo y aparecer la luna, Alberto se contrajo en una serie de horribles convulsiones hasta convertirse en lobo otra vez. Fue en ese momento que Tomás colocó en el piso las prendas de Juanito para que el animal las oliera. El lobo aulló y jaló de la soga para que el hombre lo siguiera.
Ambos avanzaron entre las casa de los pueblerinos hasta que el lobo se detuvo frente a la casa del viejo Carlos. El lobo se soltó y derribó la puerta del zapatero y avanzó dentro de las habitaciones. Tomás lo siguió hasta el lugar donde el animal se detuvo: en medio de una sucia y maloliente habitación, reconoció las prendas de su hijo en la noche que desapareció.