(viene del capítulo anterior)
Alfredo quedó estupefacto al ver los arañazos y heridas. Luego de unos segundos de mirarse en el espejo, abrió el botiquín y buscó el alcohol y el algodón. Pasó más de media hora limpiándose la sangre hasta que terminó de curar la última herida. Su cuerpo parecía medio momificado por la cantidad de gasas usadas para tapar los rasguños.
Convencido por lo sobrenatural del hecho, decidió que llevaría el oso a donde el juguetero en la mañana. Sin embargo, cuando fue a la habitación de Alonso, no lo encontró. “Creo que ha huído”, dijo el niño algo asustado. Como quiera que no había dormido bien, Alfredo deja el tema para más noche.
Saliendo del trabajo, enrumba hasta la tienda del juguetero para pedirle una explicación. Para su sorpresa, encuentra que el local está vacío. Ni los anaqueles, ni los muñecos, ni el juguetero: nada. Mirando por la ventana, lo único que puede observar es el limpio piso, sin rastro de suciedad.
Se atreve a tocar la puerta del costado para saber si le pueden dar razón del juguetero. El vecino lo atiende con amabilidad y Alfredo descubre que es el dueño del local. Ante la pregunta por el viejo hombre, el vecino responde que él se había marchado hace unas semanas atrás.
(continúa)