(viene del capítulo anterior)
Aquella noche, el noticiero televisivo abrió las noticias locales con el doloroso crimen. Si bien la policía logró capturar luego de una balacera al vago, el viejo Erik no soportó la gravedad de sus heridas y falleció unas horas después.
Sentí una amarga tristeza de no haber podido despedirme de mi amigo de otra forma, y me abracé al regazo de mi abuela para esconder aquellas lágrimas que caían por mi rostro. Al día siguiente, fui otra vez hasta la banca blanca donde lo vi tantas veces.
Me senté y una brisa tibia me envolvió, como si unas manos me abrazaran con cariño. Y yo sólo sonreí, sabiendo que era él.
Con los años venideros, el barrio se tranquilizó. La policía capturó a varios drogadictos y microcomercializadores, y otra vez los niños volvieron a pasear por el parque. Pero ya no me interesaba estar allí: iba hasta donde estaba enterrado el viejo Erik. Veía su lápida en silencio por unos minutos y luego me sentaba a su lado, tan sólo para decirle: “Hola viejo amigo, ¿cómo te va?”