A eso de las dos de la tarde, la locomotora desaceleró la marcha hasta detenerse. “¡Estación Jarumarca!”, gritó un hombre afuera. Los pasajeros bajaron: Camilo fue el último de ellos.
Algo encorvado y con la cara refrescada por la sombra de su sombrero, dejó la estación y avanzó por las calles polvorientas de su pueblo natal. A pesar de los años transcurridos, logró reconocer la puerta marrón de la tercera casa de la segunda calle.
Dio unos pocos golpes pero no tuvo que esperar mucho: un muchacho le abrió la puerta. El mozuelo le preguntó quién era. “Soy Camilo. Vengo a ver a Nicanor Estrada, mi padre”, respondió el forastero.
Como se le hiciera familiar, el muchacho lo hizo pasar hasta el recibidor. El joven se acercó hasta uno de los deudos que se encontraban cerca del ataúd. El hombre se levantó para verlo. Se dirigió hasta Camilo para verlo mejor.
“Primo, estás aquí”, se emocionó el hombre y abrazó a Camilo, pero en seguida le advirtió con cierto temor, “pasa rápido adentro que unos indeseables te están buscando”.