“Padre, ¿qué ocurre?”, le preguntó Melsig sin entender el silencio del párroco. “¿Acaso no me reconoces, asesino? Soy el pastor que arreaste a La Abundancia, soy el hijo de Leopoldo Nuñovero”, gritó furibundo el cura y se levantó de forma intempestiva.
Melsig se puso pálido y sólo atinó a escucharlo: luego que se encerró con Celina en la municipalidad, Máximo se acercó hasta el cadáver de su padre, lo palmó, lo abrazó, y le lloró rogándole que volviera a la vida.
“Mendoza me rescató de la ofensiva del ejército y me dejó con los curas de la parroquia”, rememoró el sacerdote. El anciano entendió que no tenía salvación posible, que aún necesitaba compensar a Máximo por sus delitos, los mismos que, a pesar de sus esfuerzos, lo persiguieron hasta el final de sus días.
Máximo cogió una de las almohadas y la levantó sobre la cabeza del anciano. Melsig, resignado, empezó a sudar frío y cerró los ojos. Sintió la opresión de la almohada un momento y, luego, dejó escapar esa última exhalación.