Nina no despertó sino hasta media mañana, cuando el cuartelero fue a avisarle. Aún medio atontada por el ataque, pudo darse cuenta que la sábana y la cama estaban ensangrentadas, y sobre ellas yace el monstruo fenecido.
Ella se horrorizó con la cruenta escena y el cuartelero tuvo que calmarla para aplacar su dolor. Nina lloró un largo rato hasta que, más tranquila, oyó lo él tenía que contarle. “Este no es un hostal cualquiera: es una cárcel de monstruos”, empezó por decirle.
El cuartelero le contó que, oculta a plena vista, cada cuarto era una pequeña celda para cada uno de esos seres caprichosos y exóticos de la naturaleza, que recibió el encargo de un hombre huraño que un buen día se fue a su retiro final.
También que, por necesidad, alquiló algunos cuartos vacíos del hostal, y que nunca pensó que algún huésped cometería el desatino de entrar en una de las celdas. “Eso le pasó a tu amigo: fue víctima de su curiosidad”, dijo entre compungido y decepcionado.
Nina no preguntó más, pero entendió el misterio del hostal. Luego, miró hacia Paul, o lo que parecía ser Paul. Trató de tocar su rostro, pero el cuartelero se lo impidió. “Es hora que te vayas”, le ordenó secamente a la joven.
Ella salió por el pasillo, mientras el cuartelero se quedó dentro de la habitación. Él sacó un largo cuchillo y degolló al monstruo. Nina se paró frente al 308, y un irrefrenable deseo de entrar se apoderó de ella. “Ven, ven”, oyó escuchar desde adentro un susurro irresistible.