No es una noche más en el bar de la Quinta Calle. Sentado en la barra desde hacía más de dos horas, Carlos va vaciando poco a poco cada vaso de cerveza que pide sin descanso. La mirada amargada que aparece en su rostro denota lo poco que el sabor del licor bendito le hace efecto en su ánimo.
Por el contrario, la desesperación parece hacer mayor efecto: a más sensación de amargura, la cerveza más rápido se acaba, y más pide para reponer. “!Hey, hey!”, grita cuando se da cuenta que su vaso está vacío después de un rato y el cantinero no se lo ha llenado.
“Lo siento pero ya estás borracho”, le respondió el hombre detrás de la barra y le pidió de modo cortés que se retire del bar. Carlos se rió de la respuesta pensando que era una mala broma pero, como el cantinero no cambiara de parecer, se puso agresivo y le exigió otro trago.
Treinta segundos después, los dos guardias lo empujan fuera del local y le demandaron el pago de lo consumido. Ofuscado por lo ocurrido, Carlos intentó volver a entrar pero ambos hombres lo repelieron haciéndolo caer de rodillas.
Viendo que no lograría su cometido, se levantó y metió una mano en su bolsillo. Encontró un billete de cincuenta y se los tiró al piso. “Ya no lo necesito”, dijo el borracho y salió corriendo por la acera.
(continuará)