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Despierto sorprendido
en el centro del laberinto,
al que no sé cómo entré
y me agobia su soledad.
Avanzo paso a paso
por los senderos mudos y vacíos,
mis pies me duelen mucho
y mi cerebro ya se agota.
Resignado y exhausto,
me acerco a las murallas
de plantas tan altas,
que me niegan su calor.
Creyéndome aturdido,
descubro mi peor error:
siempre estuve allí
por el miedo de estar fuera.
Comprendido lo ocurrido,
me concentro en mi deseo,
cierro los ojos y digo:
“salir es lo que quiero”.
Abro los ojos y se ha ido
el laberinto del temor,
camino libre y de frente
hallando mi destino.