Una vez echada la tierra sobre el féretro, antes de marcharse, los últimos presentes dieron el pésame a Camilo y su primo. Eran ya las tres de la tarde, y el sol, con sus potentes rayos, no parecía dar descanso al curtido pistolero.
Los dos hombres salieron del cementerio y se dirigieron hacia la casa del difunto. Al llegar a la plaza central, Camilo se detuvo y Eleuterio trató de convencerlo de ir a la casa. “Aún nos queda media hora para evitar este pleito, olvida este asunto primo”, intentó razonar Eleuterio, pero fue en vano.
Camilo miró hacia las dos entradas de la plaza: estaban custodiadas por los hijos de Sifuentes. “Ve tú, déjame terminar mi pelea”, respondió Camilo con desgano, y su primo, aún temeroso, le hizo caso. El pistolero caminó hacia el frente, en dirección a la pequeña iglesia de Jarumarca.
“¿A dónde crees que vas?”, le reclamó el primer hijo de Sifuentes viendo que Camilo empujaba la puerta de la iglesia. “Voy a orar por el alma de su padre… y por sus almas”, contestó con severidad el pistolero antes de cerrar la puerta.