“Ya despierta primo, es de mañana”, le pasó la voz Eleuterio como si sintiera que Camilo no se levantaría. El pistolero le hizo caso y, antes de que pasara una hora, ya se encontraba listo para partir. A diferencia de cómo llegó, esta vez vestía muy fúnebre: saco y pantalón negros, botas del mismo color, la camisa blanca y el cintillo también negro.
Tan sólo resaltaban su viejo y único sombrero y el cinturón donde fulgura con su brillo su fiel revólver. Camilo se acercó al féretro, rezó unos segundos y besó a su padre en la frente. Luego de cerrado, los ocho hombres designados alzaron el féretro para, junto con el cortejo, dirigirse hasta el cementerio municipal.
Camilo Estrada cargó el ataúd todo el tiempo, pues quiso estar cerca de su padre estos últimos momentos. Pero sus ojos tampoco estaban tranquilos: de rato en rato miraba hacia el gentío y, cada vez que lo hacía, uno de los tres hijos de Sifuentes aparecía dirigiendo su vengativa faz.
Alcanzado el cementerio, el cortejo avanzó hasta la última morada de Nicanor Estrada. Respetuosamente, los Sifuentes se quedaron en la entrada y no avanzaron con ellos. El párroco hizo las oraciones y el ataúd fue bajado a la tierra. Camilo se acercó al límite del hueco labrado y le prometió a su padre: “Hoy termina todo”.