Tomás corrió con todo su ímpetu hasta la casa de Alberto. Sin mediar palabra, derribó la puerta de una certera patada y apuntó con la escopeta hacia la cama, pero no había nadie en ella. Fue entonces que escuchó pasos detrás de él y giró rápidamente.
“Dios mío, ¡baje esa arma!”, gritó atemorizado el viejo Carlos con las manos alzadas. “¿Qué hace usted aquí?”, preguntó enfurecido el atribulado hombre. “Vine a evitar una tragedia: sé que él es el hombre lobo”, respondió el viejo y contuvo a Tomás al ver que quería salir al monte.
“No puede ir solo: hay que tenderle una trampa”, lo convenció el viejo Carlos. Una hora más tarde, Tomás, embadurnado con sangre en distintas partes de su cuerpo, camina con su escopeta por el monte: la luna clara lo ayuda a ver sin sobresaltos.
Entre los árboles, lo siguen de cerca los huarumarquinos esperando la aparición del monstruo. Luego de un rato, Tomás llega hasta una cueva. Se oye un gruñido: el lobo sale apresurado y salta sobre el hombre. Tomás se agacha y dispara su escopeta, logrando herirlo en una de sus patas.
Los demás hombres aparecen y amenazan con matar al animal. El hombre les pida que no lo maten, que sólo lo contengan. “Traigan una soga: nos lo llevamos al pueblo”, grita Tomás y salva al monstruo. El viejo Carlos le pasa una y Tomás lo anuda con mucha destreza.