Tomás le preguntó a Alberto a qué se refería. “Es un hombre lobo, un hombre lobo acecha al pueblo en estas noches de luna llena”, dijo el convaleciente antes de sentirse cansado e hincar sus piernas sobre el fango que empezó a formarse.
Tomás lo sostuvo y se lo llevó sujetando hasta su casa. Abrió la puerta y se dirigió al cuarto, echándolo directamente en la cama. Recién entonces notó el fétido olor del ambiente, causado por la suciedad de varios días.
Dándose cuenta de la incomodidad de su amigo, Alberto se excusó: “Disculpa la falta de limpieza, mi enfermedad no me dio tiempo”. “No te preocupes”, lo comprendió su amigo, “mañana temprano te vengo a ayudar”.
“Te lo agradezco pero no”, se apresuró Alberto en negarse al apoyo. Él le comentó que el viejo Carlos lo ayudaría en eso. Tomás le reiteró su apoyo, pero no hubo cambio de decisión: Alberto se mantuvo en sus trece y le pidió que se fuera. “Ya es tarde, quiero descansar”, se disculpó mirándolo con desdén.
Tomás salió caminando despacio. Volteó, entristecido, a mirar a su amigo: tan cercanos en su juventud, ahora Alberto se había vuelto un hombre huraño. Y más aún le extrañó que mencionara al viejo Carlos, el zapatero del pueblo, de quien nunca había tenido buena opinión.
Precisamente al salir de la casa, se topó con él. “Buenas noches Tomás”, señaló el viejo. “No tienen nada de buenas”, afirmó Tomás en tono severo y mirándolo con desprecio. Carlos se molestó con el recibimiento y siguió su camino.