Celina, Prieto y yo logramos escabullirnos cubiertos por el fuego de la columna, y nos atrincheramos en una de las entradas a la plaza. Todo estaba a oscuras y sólo la luz de luna nos permite ver el camino.
El intercambio se hace más intenso. Uno a uno, mis hombres empiezan a caer sangrantes al suelo, pero yo resisto, quería resistir hasta el final, hasta que Prieto fue alcanzado por una bala en el abdomen. Se retorció con un grito inconfundible.
Quise ayudarlo, pero él se negó. “Déjenme, ¡corran!”, gritó desesperado. Sin demora, Celina y yo corrimos hacia la salida del pueblo. Íbamos por las últimas casas, cuando un disparo la hizo caer al suelo. Quise levantarla pero ella se negó.
“Vete, tienes que irte”, me dijo Celina entre sollozos. Me negué a abandonarla. “Vete, carajo, ¡vete!”, me gritó con vehemencia y yo, resignado y triste de su suerte, la dejé tirada y corrí de nuevo. Saliendo del pueblo, pude ver a Mendoza.
Ayudaba a dos personas ancianas, un hombre y una mujer, a entrar en una casa. Lo miré y él a mí. Entonces entendí la razón por la que había decidido seguir viviendo. Fijé otra vez mis ojos en el camino hasta que encontré un hueco en un campo donde esconderme.