No sentí ningún apuro para beber la sopa y comer el guiso: quería sentir lo que se decía del pueblo. A diferencia de los demás poblados de la zona, La Abundancia era un poblado próspero: la tierra era generosa y sus comerciantes eran diestros en comprar ganados y aves de crianza.
Y yo allí, saboreando aquellos sabores, que me parecían tan sabrosos y, sin embargo, tan llenos de tristeza. La misma tristeza como la que mostraba Nuñovero mientras mascaba sus hojas de coca, o la de Mendoza, el profesor del colegio, fumando sin ganas un cigarrillo.
Cerca de las seis de la tarde, con el sol casi ocultándose, Prieto, Celina y yo levantamos a las autoridades y las trasladamos hacia el portón de la alcaldía. El resto de los hombres hicieron pararse a los pobladores para presenciar el juicio.
“Aquí se hace nuestra ley, la única y verdadera ley… y si alguien se opone a ella, es merecedor de la pena de muerte”, cargué el revólver y sin más preámbulos pregunté al primero de la fila, “¿Acepta nuestra ley?”. “No”, respondió rotunda la mamacha regidora.
Al contrario de las otras señoras, ella me mostró un rostro duro, los ojos llenos de entereza y de firmeza en defender a su pueblo. Nadie antes me había enfrentado tan decididamente por lo que dudé un segundo ante su actitud, pero al final alcé el revólver y le disparé entre las cejas. Un gran charco de sangre se formó cuando su cuerpo cayó.