Ciro sacó a Manuel de la celda y empezaron a caminar por un corredor a medio iluminar. Le explicó que los hombres y mujeres bajo su liderazgo eran científicos y que habían sido reunidos por los gobernantes del mundo para protegerlos.
“Aquel día fatídico, el once nueve, todos perdimos algo”, filosofó Ciro en cierto momento. Manuel se detuvo. Apoyó una de sus manos sobre una de las paredes y se quedó pensando en silencio. Luego volvió su mirada a su interlocutor: “yo perdí a mi padre”, afirmó y volvió a caminar.
“Lo siento”, habló Ciro en tono compungido, y continuó hablándole sobre los avances tecnológicos que hicieron dentro de esas cuevas. El pasillo terminó y Manuel pudo contemplar artefactos extraños que apenas si hubiera imaginado.
Estupefacto, se acercó a observar uno por uno, teniendo Ciro que explicarle cada una de sus características. “Todo esto es… asombroso”, dijo Manuel a su interlocutor, pero al mirarlo, notó una profunda tristeza en sus ojos.
Recordando el Gran Ataque, le preguntó qué había perdido ese día. Ciro exhaló un silente suspiro. “Una vida de verdad”, fue la escueta respuesta del sabio, mientras se acercaba a uno de los artefactos.