Kike se sintió como en las nubes, tanto que no se dio cuenta cuando volvió a su cuarto y se echó de nuevo en su cama. Se quedó con la mirada contenta, pero no viendo el techo, sino soñando con el beso que le daría a Fabi después del examen.
Su mente se dejó ganar poco a poco por la feliz ilusión hasta que se quedó profundamente dormido. Para cuando fue lunes, ni siquiera se despertó: lo despertaron. “¡Levántate, muchacho de miércoles, que llegas tarde a tu examen!”, vociferó su madre toda desesperada.
Él miró su reloj: son las siete y media y la prueba es a las nueve. Como resorte, salta de la cama y se va corriendo a ducharse, a vestirse, a desayunar y finalmente a alistar su mochila antes de salir disparado como cohete, dejando la puerta de su casa a medio cerrar.
Con la hora presionándolo, decide tomar un taxi para apurar el paso. Mala elección: a poco más de medio camino, el auto se atasca en el embotellado tráfico de la hora punta. Kike paga al conductor y se lanza a seguir corriendo.
Kike llega algo exhausto y mira a Fabi esperándolo en la puerta. Ella se sorprende de verlo tan sudoroso, pero él le dice que no se preocupe, que se le pasará. Fabi sonríe: “Entonces, ¿estás listo?”. Él sonríe también y, mientras ingresan al aula, le estampa un beso en sus labios: “Ahora sí, estoy preparado”.